Puede que nos sorprendamos al leer 1 Crónicas 10:14 respecto de Saúl: “Y no consultó a Jehová”, mientras que en 1 Samuel 28:6 dice que “consultó Saúl a Jehová; pero Jehová no le respondió”.
Saúl veía venir contra él el ejército de los filisteos; tenía mucho miedo, y su corazón se turbó (1 Samuel 28:5). No sabiendo qué hacer, buscó una salida a su situación desesperada. Consultó a Jehová, pero Jehová no le respondió.
Quizá, en ese momento, Saúl tenía todavía en sus oídos las terribles palabras de Samuel anunciándole que Dios le había desechado, porque él había desechado la palabra de Dios (1 Samuel 15:23). Sabía que, a causa de ello, su reino debía ser dado a otro, y quizá tenía el presentimiento de que el momento había llegado. Pero, incluso en esta angustia extrema, no vemos en él ninguna señal de arrepentimiento. Es evidente que no quería someterse a Dios con rectitud, y que de ninguna manera estaba dispuesto a hacer Su voluntad. Esta es la razón por la cual no recibió ninguna respuesta.
En 1 Samuel vemos el lado puramente histórico del acontecimiento, como lo vería un observador humano: “Consultó Saúl a Jehová”. Por el contrario, en 1 Crónicas, el Espíritu Santo nos revela después el juicio de Dios al respecto. Es este, además, el carácter propio de los libros de Crónicas. Es claro que la forma puramente exterior de obrar de Saúl no era una verdadera consulta, y que Dios no la aceptó como tal. El libro de Crónicas nos permite tener un juicio espiritual del acontecimiento y discernir desde el punto de vista de Dios el segundo plano del informe histórico: para Saúl solo era cuestión de salir, de una u otra manera, de una situación de angustia; y para esto, cualquier medio era bueno, incluso el de consultar a una mujer que tenía espíritu de adivinación (1 Samuel 28:7).
Podría suceder que también nosotros, en una situación desesperada de la que somos responsables, consultemos a Dios: ¿Qué debo hacer? Pero si vamos a Él en el espíritu de Saúl, que se preocupaba solo de su reputación y de su honor ante los hombres, no nos extrañemos de la ausencia de respuesta (véase Proverbios 1:24-28).
Recordemos a otro hombre cuyo nombre es casi el mismo: Saulo (de Tarso). Este, consciente de su gran culpabilidad delante del Señor, se desmoronó y exclamó: “¿Qué haré, Señor?” (Hechos 22:10). La pregunta emanaba de un espíritu humillado. Para él, no era ya cuestión de su carrera ni de su bienestar exterior. No deseaba nada más para él, sino solo una cosa: conocer la voluntad del Señor y hacerla. A este Jesús, que se le apareció en la gloria, lo confesó inmediatamente y sin restricción como su Señor. En este estado de espíritu, su pregunta era una verdadera «consulta» a la cual Dios podía responder.