Nuestro Señor es sensible a las necesidades de los suyos. Lo vemos, por ejemplo, cuando lleva a sus discípulos a un lugar desierto para descansar un poco de las idas y venidas de la multitud. “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco”. ¡Qué bello testimonio de sus cuidados!
Pero este reposo no es solo exterior. El Señor quiere que los suyos sean fortalecidos y enriquecidos interiormente, que su alma respire. La comunión con él es particularmente importante en esos momentos.
Esto es lo que David había comprendido. Si bien supo refugiarse en el corazón de Dios en tiempos de angustia, como lo demuestran muchos de sus salmos, lo vemos también, cuando estaba confundido por la bondad y la gracia de Dios, acercarse a él para reposar su corazón.
“Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?” (2 Samuel 7:18). Dios acababa de darle, por medio del profeta Natán, maravillosas promesas para él mismo y para su descendencia, las cuales durarían hasta un futuro muy lejano. David se sienta delante de Dios, pero esta vez no se trata de demandas ni de peticiones, que se presentarían de rodillas, sino de comunión. Quiere tener un encuentro cara a cara con Dios y compartirle lo que tiene en su corazón. Antes, Dios había hablado a David por medio del profeta, y ahora, es David quien habla con Dios.
“Señor Jehová, “¿quién soy yo…?”. Este concepto de sí mismo glorifica a Dios. Al mismo tiempo, honra a David, ya que él da toda la gloria a Dios. Todo deseo y toda pretensión, incluso las mejores, son apaciguados. El corazón se regocija solamente en la gracia de Dios. Y allí reposa.
David sigue diciendo: “Por tanto, tú te has engrandecido, Jehová Dios; por cuanto no hay como tú, ni hay Dios fuera de ti, conforme a todo lo que hemos oído con nuestros oídos” (v. 22). Tal es la apreciación de David respecto a Dios, su visión de Dios, cuyo fundamento se remonta muy atrás en el tiempo. “Todo lo que hemos oído con nuestros oídos” implica, al menos, la poderosa liberación de Egipto, esta liberación que había sido “oída” incluso por paganos idólatras y los había asustado (Josué 2:10). Sin embargo, el pensamiento de David incluye también, sin duda, el llamamiento de Abraham y la elección de su descendencia como pueblo de Dios, y la gloria del Dios creador, la cual fue proclamada oralmente desde el principio.
Después de pensar en Dios, los pensamientos de David se dirigen hacia el pueblo de Dios. “¿Y quién como tu pueblo, como Israel, nación singular en la tierra? Porque fue Dios para rescatarlo por pueblo suyo... y para hacer grandezas a su favor, y obras terribles a tu tierra” (v. 23). Aquel que tiene pensamientos elevados respecto a Dios tiene también pensamientos elevados respecto al pueblo de Dios, y esto en el contexto de pensamientos humildes en cuanto a uno mismo.
Entonces, nos preguntamos: ¿Cuáles son nuestros pensamientos respecto de nosotros mismos, de Dios y de su pueblo?
“¿Quién soy yo... para que tú me hayas traído hasta aquí?” No hay mucho para decir al respecto. Todo es gracia, todo es misericordia, no hay ningún crédito en nosotros mismos si hemos llegado hasta este punto. Pero, ¿vivimos y actuamos realmente en ese sentimiento?
¿Con qué perspectiva miramos a nuestro Señor? En la parábola de Mateo 25, el siervo a quien le fue dado un solo talento dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro” (v. 24), probando, de esa manera, que él no le conocía en absoluto. Seguramente, ninguno de nosotros querrá identificarse con este siervo; su fin era “las tinieblas de afuera”, lo que no puede acontecerle a ningún creyente. Sin embargo, subsiste la pregunta: ¿cómo vemos a nuestro Señor? A sus discípulos tan desconfiados, que muchas veces no lo comprendían, les dijo: “Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (Lucas 22:28). No, ¡un Señor así no es un “hombre duro”!
¿No debería eso impregnar de modo más acentuado nuestros pensamientos y nuestras palabras? ¡Cuán a menudo sucede que, en vista de las debilidades y problemas en el pueblo de Dios, el pensamiento del amor de Dios que busca cautivar los corazones, de su gracia y su poder, pasan a un segundo plano! Entonces, damos una imagen de un Dios sombrío y ponemos un velo en nuestras predicaciones. ¿De qué estamos hablando? ¿De perseverancia, de obediencia, de disciplina...? Por supuesto que debemos humillarnos ante nuestras faltas, pero la humillación, por más necesaria que sea, no tiene en sí misma ninguna fuerza; el gozo en el Señor es nuestra fuerza (compárese con Nehemías 8:10). No olvidemos que el corazón del profeta Elías, en un momento de crisis, no fue cautivado por el viento, ni por el terremoto, ni por el fuego, sino por el “silbo apacible y delicado” (1 Reyes 19:11-12).
Pero, en lo que concierne al pueblo de Dios, no hay pensamiento más elevado que este: Dios ganó su Iglesia por medio de la sangre de su propio Hijo (Hechos 20:28). Su Hijo amado, el don que él dio para adquirir a su Iglesia, es la medida de la estimación que él tiene de ella y del precio que ella tiene para él. Recordemos siempre que mi “hermano” es “aquel por quien Cristo murió” (Romanos 14:15). Y de igual manera para mi hermana. ¡Que noble y saludable lazo para unir a todos los creyentes!