Los verdaderos cristianos, los que han encontrado la salvación y la vida en el Señor Jesús, no solo están unidos a su Señor y Salvador, sino que también están puestos en una relación consciente con el gran Dios de los cielos, una relación de la que pueden gozar. Dios, en Cristo, se ha convertido en nuestro Padre. Es la gran verdad que regocija el corazón de cada creyente, de cada hijo de Dios. Esta relación es el privilegio de los creyentes que viven durante el tiempo de la gracia. Después de su resurrección, el Señor hizo decir a los suyos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).
No obstante, aunque Dios se haya revelado a nosotros como Padre y lo conozcamos como tal, también se nos presenta de otra manera en más de un pasaje del Nuevo Testamento. Uno de los títulos que se le da es el de “Dios Salvador”. El apóstol Pablo utiliza cuatro veces esta expresión en sus cartas a Timoteo y a Tito, de la cual vamos a hacer una breve consideración.
Dios desea salvar a todos los hombres
Ya en el Antiguo Testamento, Dios se había presentado como Salvador. Por boca del profeta Isaías, dijo: “No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí” (45:21). Pablo —conducido por el Espíritu Santo— amplía este pensamiento hablando de “Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:3-4). Así, nuestro Dios es un Dios que salva y que quiere que todos los hombres sean salvos. Su gracia se ha manifestado en la persona del Señor Jesús “para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). Ella los llama. Su salvación es bastante amplia para incluir a todos aquellos que vienen a él y que lo aceptan.
Pero Dios también es un Dios justo. La epístola a los Romanos nos revela “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (3:22). El Dios salvador ofrece su salvación a todos los hombres, pero esa salvación se hace efectiva únicamente en aquellos que la aceptan por la fe. Dios tiende su mano salvadora a todos los hombres. Y para escapar de la perdición eterna, hace falta que la fe se tome de Su mano.
El plan de salvación de Dios
Este plan divino para salvar a los hombres de la perdición eterna —dicho de otra forma, del eterno alejamiento de Dios—, se remonta a la eternidad pasada1 y extiende sus consecuencias a la eternidad venidera. Pablo hace alusión a él al comienzo de la epístola a Tito. Habla de “la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos, y a su debido tiempo manifestó su palabra por medio de la predicación que me fue encomendada por mandato de Dios nuestro Salvador” (1:2-3). Dios no solo quiere salvar a los hombres —es decir, hacerlos escapar del inmenso peligro en el que viven—, sino que quiere hacer mucho más: promete vida eterna. Los que en otro tiempo eran pecadores perdidos, enemigos de Dios, estarán un día en la gloria y podrán gozar de esta vida eterna —que ya es nuestra posesión actual— de manera perfecta y sin trabas. Dios hizo esta promesa a su Hijo desde antes del principio de los siglos, es decir desde la eternidad pasada, y encontrará su total cumplimiento en la eternidad venidera. “A su debido tiempo”, es decir, Dios la manifestó en la época en que vivimos.
El apóstol Pablo fue el instrumento particularmente escogido por el Dios Salvador y utilizado para alcanzar a los hombres por la predicación del Evangelio. Puede dar testimonio de que había anunciado “todo el consejo de Dios” (Hechos 20:27). Esta predicación continúa hoy. Ha sido preservada en la Palabra escrita de Dios, y por ella tenemos conocimiento de todo el plan divino de la salvación.
Por pura gracia
El centro del plan de salvación concebido por Dios, es el Señor Jesús. Los beneficiarios son los creyentes. Ninguno de los que han aceptado esa salvación lo hicieron en virtud de algún mérito. Por la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador recibimos la salvación y la vida. El apóstol escribe: “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:4-5). Nuestros corazones deberían conmoverse al considerar tales palabras. Nada teníamos que presentar a Dios, sino nuestra culpabilidad y pecado. Y, sin embargo, hemos llegado a ser objetos de la bondad y del amor de Dios nuestro Salvador. Nuestro Dios es un Dios de bondad, obra en gracia. La gracia siempre es inmerecida. Y es su gracia la que hemos recibido. Nuestro Dios es un Dios de amor. Y nosotros somos objetos de este amor incomprensible. ¡Cuántos motivos de agradecimiento tenemos para darle cada día por eso!
Dios no solo demostró su bondad y amor, sino también su misericordia. Esta palabra evoca la miseria y el desamparo de aquel que es objeto de ella. Estábamos en un estado de perdición total y Dios tuvo compasión de nosotros. Zacarías, el padre de Juan el Bautista, ya habló de ello cuando dijo: “…por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78). Sí, nuestro Dios “es rico en misericordia” (Efesios 2:4).
Adornar la doctrina
Hemos llegado a ser objetos de la gracia, el amor y la misericordia inmerecidos de Dios nuestro Salvador. Esto debería incitarnos cada día a la alabanza, el agradecimiento y la adoración, siempre de manera renovada. Pero se añade otra consecuencia práctica. Dios quiere que nuestra vida cotidiana esté de acuerdo con lo que hemos recibido. El apóstol ordenó a Tito a exhortar a los siervos a mostrarse “fieles en todo”, “para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador” (2:10). Cierto, esto no solo es valedero para los siervos de aquella época. Tenemos aquí un principio general. Dios quiere que, en todas las circunstancias de nuestra vida, adondequiera que vayamos, nos comportemos de tal manera que no empañemos el testimonio de Dios nuestro Salvador. Por nuestra conducta, podríamos ser un obstáculo para que otros hombres reciban la salvación. Pero también podemos serles de ayuda por nuestra actitud. Mediante nuestra vida cotidiana, ya sea en el trabajo, en los estudios, en el hogar o en las distracciones, podemos adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador.
¿Somos siempre conscientes de esto? Cada día nos encontramos con muchas personas. A algunas de ellas las conocemos, a otras las vemos una sola vez. Nuestro Dios quiere que todos sean salvos. Ya sean nuestros compañeros de trabajo, de estudio, nuestros vecinos o la muchedumbre de la ciudad alrededor de nosotros, Dios los ve a todos. Cada uno de ellos es una criatura de Dios que él quiere salvar. ¡Que seamos en eso ayuda y no estorbo!
Dios nuestro Salvador
Para terminar, notemos aún que Pablo, en los cuatro pasajes en los que habla del Dios salvador, dice: “Dios nuestro Salvador”. El Dios que salva y trae la salvación no es un Dios anónimo. Ha puesto a los que han aceptado su gracia en una íntima relación con él. Si hemos recibido la salvación, podemos hablar con una profunda convicción de Dios nuestro Salvador. Tenemos una común salvación (Judas 3), una común fe (Tito 1:4) y un común Dios Salvador. ¡Qué constante motivo de gozo y de agradecimiento!
- 1N. del E.: La forma usual de hablar de la eternidad se hace con referencia al tiempo en el que vivimos. La realidad es que, según el significado de esa palabra, la eternidad es un presente continuo, sin pasado ni futuro.