Tal como existía en el tiempo de la ley, existe hoy también, durante la economía de la gracia, un gobierno de Dios sobre sus hijos. La Palabra de Dios nos habla de él bajo un doble aspecto:
- Un aspecto general, según el cual un creyente está sujeto, como los demás, al gobierno de Dios. El apóstol, dirigiéndose a unos hermanos, escribe: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).
- Un aspecto particular, que es la disciplina de la cual participa todo hijo de Dios: “Porque el Señor al que ama, disciplina… pero si se os deja sin disciplina… entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:6-8). La noción de disciplina nace de la relación padre — hijo. «El gobierno de Dios para con nosotros es ejercitado en vista de esta relación para mantenemos prácticamente en ella o para hacernos volver a esta relación, si faltamos. Quiere alejarnos del mal, moler lo que es duro y alentarnos por su bondad» (J.N.D.).
Como ha confiado a cada uno de sus hijos el honor de ser sus representantes ante los hombres, no podría permitirles seguir un camino según la propia voluntad. Él es Aquel que juzga, que aprecia: “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:17). Dios es nuestro Padre, pero es también Aquel ante cuyos ojos “todas las cosas están desnudas y abiertas” (Hebreos 4:13).
Es importante recordar que el pensamiento de la gracia soberana de Dios no debilita jamás el ejercicio de su gobierno. No obstante, según esta misma gracia, Él quiere cuidar de la conducta de los suyos tanto para su gloria como para la mayor bendición de ellos.