“El lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ése buscaréis, y allá iréis. Y allí llevaréis vuestros holocaustos …” (Deuteronomio 12:5-6).
Todos los cristianos deberían tomar a pecho la necesidad de reflexionar sobre el texto que encabeza estas líneas. El israelita no tenía la libertad de ir a adorar a Dios en algún pueblo de su tierra, en Dan o en Bet-el o en Sichem; el único lugar que podía buscar era aquel donde Dios había puesto su nombre.
Actualmente son muchos los lugares que se adjudican el derecho a la religión cristiana. Muchas personas, hasta las convertidas, no toman cuidado de ello; van a cumplir sus deberes religiosos aquí o allá, según su propio pensamiento, según su agrado, o simplemente según las costumbres familiares.
Pero nosotros debemos buscar “el lugar” donde el Señor pone su nombre. No nos demos por satisfechos y, sobre todo, no pensemos que Él pueda estarlo hasta que no tengamos la seguridad de haber hallado, para invocarlo y adorar con los demás, el lugar que Él desea y donde Él se halla.
Ahora bien, examinemos cuidadosamente las enseñanzas del Nuevo Testamento al respecto y nos convenceremos, tanto por las enseñanzas de Jesús como por las de los apóstoles inspirados y los relatos de los Hechos, que ninguna otra indicación nos es dada que pueda llegar más profundamente que ésta al corazón de los creyentes: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20).
¿Nos reunimos en el nombre del Señor Jesús? ¿Sentimos su presencia en medio de los que se encuentran reunidos en Su nombre?