Es frecuente, en nuestra vida cristiana, que tras haber experimentado los efectos de la fuerza de Dios en nosotros, sea en nuestras circunstancias diarias, sea en el ejercicio de nuestro ministerio, atravesemos tiempos de incapacidad y debilidad. Los que no han sentido nunca los efectos de la fuerza divina, o que la han experimentado en pocas oportunidades, se preocupan poco por la ausencia de ella. Siguen el tren de vida ordinario, quizá correctos en sus costumbres cristianas y sin dar pie, con su conducta, a los reproches de hermanos más espirituales que ellos. Como habitualmente no se preocupan ni de su fuerza ni de su debilidad, ya que sus pensamientos están centrados en las cosas terrenales, es muy poco lo que sufren. Ocupados en abrirse camino en el mundo, sienten poca necesidad de las cosas celestiales, y generalmente se jactan de contar con su simple fuerza humana para triunfar y conseguir sus designios.
Aquellos que han disfrutado, a veces, de la fuerza de Dios, no pueden estar a gusto tan fácilmente y se contentarán aun menos si la han experimentado a menudo. Se preguntarán el porqué de esta lasitud moral, de esta sequedad espiritual y de las causas que las producen, y lo harán con más angustia debido a que sus corazones están familiarizados con la fuerza divina. En más de un caso, tendrán conciencia de que alguna falta ha interrumpido la comunión y les ha separado de la fuente de la que sacan sus fuerzas. Ya no pueden decir: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas” (Salmo 84:5), porque su falta les ha alejado de la fuente de la vida que está en Cristo. ¿Qué hacer en casos similares? — Acudir al Padre para confesar sus pecados. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). ¡Qué seguridad da esto! ¡Dios es fiel a las promesas que nos ha hecho, y jamás faltará a ellas! ¡Es justo para con Aquel que ha cumplido la obra de nuestra redención! Tenemos la certeza de un perdón basado sobre Su fidelidad y Su justicia y, aun más que esto, de una purificación tan absoluta que la comunión con Dios es recobrada y, en consecuencia, nuestra fuerza restablecida por completo.
Sin embargo, no siempre es así. En muchos casos, aun sintiendo el malestar y la debilidad espirituales, el cristiano, no teniendo conciencia de una falta especial, no sabría descubrir inmediatamente la causa de su estado. En este caso, su único recurso es dirigirse a Dios, quien no dejará de iluminarle. “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24). Entonces, Dios responderá ciertamente a su súplica; le llevará al juicio de sí mismo, juicio más profundo que el de sus faltas; su pie volverá al camino recto, donde encontrará la fuerza que procede de Dios (Salmo 26:12 y 84:5).
En cuanto a los principios esenciales que son la base de la falta de fuerza en el cristiano, la Palabra de Dios designa claramente aquellos que nos privan de dicha fuerza. Hay dos cosas en este mundo que para nosotros son causa de debilidad absoluta (véase 1 Juan 2:16): el orgullo de la vida y las codicias. Estas cosas, por sí solas, resumen todo lo que el mundo contiene para nosotros como ocasiones de caída; nuestro peligro constante está en dejarnos dominar por ellas.
Concerniente al orgullo, no olvidemos que es abominable a los ojos de Dios, quien dice: “La soberbia y la arrogancia… aborrezco” (Proverbios 8:13). “Dios resiste a los soberbios” (1 Pedro 5:5); Él es poderoso para “humillar a los que andan con soberbia” (Daniel 4:37); “Antes del quebrantamiento es la soberbia” (Proverbios 16:18). El orgullo es el carácter de Satanás, del Anticristo, en fin, del hombre que pretende ser igual a Dios (véase Filipenses 2:6). Así, ningún pecado es tan profundamente castigado. Dios aplasta todo lo que se levanta contra Él; Cristo aplastó la cabeza de la serpiente; Dios aplastará pronto a Satanás, bajo nuestros pies (véase Romanos 16:20). Este orgullo se encuentra en todos los medios que son extraños a Dios. Laodicea, fiándose de su propia fuerza, dice en su orgullo: “Yo… de ninguna cosa tengo necesidad”, cuando ella es “miserable, pobre, ciega y desnuda” (Apocalipsis 3:17). Por tanto, es vomitada de la boca de Cristo.
Para el cristiano, el orgullo reviste un carácter mucho menos acentuado que para el mundo, porque un hijo de Dios tiene el conocimiento de la gracia, y la gracia humilla al hombre natural. No se podría decir del cristiano: El orgullo, o “la soberbia los corona” (Salmo 73:6); pero el hecho de que el orgullo es atenuado lo hace tanto más peligroso para el hijo de Dios, porque toma fácilmente el carácter sutil de satisfacción de sí mismo. El cristiano orgulloso se estima superior a sus hermanos; se da importancia, sea en su ministerio, sea en medio de la iglesia cristiana en la cual, por así decirlo, ha hecho su mundo. Frecuentemente, este orgullo revestirá en el cristiano las formas más humildes; pero éste siempre atribuirá, más o menos, a su valor personal los dones que ha recibido del Señor; una crítica, es para él un ultraje; una alabanza, algo merecido. No se parece casi nada a ese hermano eminente por sus dones y muy conocido por su humildad que respondía a una exaltada alabanza femenina acerca de una de sus meditaciones: «Lo que me dice, Satanás ya me lo había susurrado al oído».
Cuando esta satisfacción de sí mismo se encuentra en el cristiano, éste no sabría decir: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas”. La importancia que él se atribuye le lleva necesariamente a la caída. Pedro es un ejemplo de esto. Su energía estaba mezclada de confianza en sí mismo y, por consiguiente, del sentimiento de superioridad sobre sus hermanos: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33). “Mi vida pondré por ti” (Juan 13:37). ¡Y Dios permite que toda la importancia que él se atribuye se derrumbe ante una observación hecha por una simple criada! Aun los más grandes creyentes están en peligro de caer en el orgullo. Pablo hubiera podido enorgullecerse a causa de lo extraordinario de las revelaciones que le fueron hechas. Por tanto el Señor ejerce sobre su siervo una disciplina preventiva mediante un ángel de Satanás que le abofetea. ¡Le vemos humillado! “Bástate mi gracia” le dijo el Señor, “porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Y el apóstol es ahora capaz de decir: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas” o bien como él se expresa en 2 Corintios 12: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (v. 9). ¿Dónde está para él en lo sucesivo el peligro de orgullo? “Yo soy menos —dice él— que el más pequeño de todos los santos” (Efesios 3:8). Si está en la “debilidad” entre los santos, también está en la “demostración… de poder” (1 Corintios 2:3-4). Siempre la fuerza sale de la humildad o de la humillación; jamás del orgullo, bajo cualquier forma que se manifieste. Gedeón se consideró el más pequeño de la casa de su padre. “Ve con esta tu fuerza” (Jueces 6:14), le dijo el ángel de Dios; ella está en Mí, para ti. “Bienaventurado —pudo decir él— el hombre que tiene en ti sus fuerzas”. Jeremías dijo: “¡Ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño” Y Jehová respondió: “Yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce… y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo” (Jeremías 1:6 y 18-19). El orgullo nos debilita; en la humillación, aprendemos que la fuerza está en Él, y al mismo tiempo, que ella está en Él para nosotros. Entonces, bebemos libremente de esta fuente inagotable: “Irán de fuerza en fuerza; cada uno de ellos se presentará delante de Dios en Sión” (Salmo 84:7; V.M).
La Escritura abunda en expresiones de gozo por haber encontrado la fuerza en El: “Jehová es mi fortaleza y mi cántico”. “Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada” (Éxodo 15:2, 13). “Jehová, en tu fortaleza se alegra el rey” (Salmo 21:1; V.M). “Jehová es mi fortaleza” (Salmo 28:7-8). “Dios es nuestro amparo y fortaleza” (Salmo 46:l). “En Dios está mi roca fuerte, y mi refugio” (Salmo 62:7). “Tu Dios ha ordenado tu fuerza; confirma, oh Dios, lo que has hecho para nosotros.” “Atribuid poder a Dios.” “El Dios de Israel, él da fuerza y vigor a su pueblo” (Salmo 68:28, 34, 35). Y esta fortaleza está en Cristo, como ella está en Dios (Salmo 110:2).
Como ya lo hemos escrito, el orgullo se atribuye siempre la fuerza, concierna esto al mundo o al cristiano; solamente que en este último el orgullo es infinitamente más odioso. Esto se ve en la predicación. La fuerza del Espíritu de Dios se ha manifestado en nosotros y, de inmediato, nuestra carne se ensalza y atribuye a sus dones naturales todos los resultados obtenidos o parte de ellos. ¿Qué ocurre entonces? Dios retiene la bendición y, el Espíritu estando frustrado, su trabajo queda sin fruto. Puede ser que Dios permita, usando de una medida preventiva contra nuestro orgullo, que nosotros no logremos fruto por nuestro trabajo y que Él confíe su recolección a otros. Cuando Sansón está con Dios puede matar y desgarrar al león; y de este combate sale el panal de miel que toma en sus manos y come por el camino, de forma que gusta del fruto de su victoria. Cuando la fuerza de Dios le abandona, es más débil que una mujer, llegando a ser presa de sus enemigos; cuando en fin, por la misericordia de Dios y bajo la aflicción, la fuerza retorna a él, entonces derrumba las columnas del templo de Dagón (Jueces 14-16).
La codicia es la segunda cosa que nos priva de la fuerza. El cristiano se deja ganar frecuentemente por las diversas seducciones del mundo. Éstas penetran en él por los ojos o por las necesidades tiránicas de la carne, que quiere ser satisfecha. Todas estas codicias son múltiples y Satanás sabe adaptarlas a las inclinaciones de cada una de sus víctimas. Lo que tienta al uno, le será indiferente al otro. Cada cristiano debe velar sobre sí mismo. Tal codicia grosera levantará su indignación, mientras que habrá dejado que una codicia más sutil, a la cual el mundo dará quizá títulos de nobleza, se insinúe en su corazón y finalmente establezca en él su domicilio. Sería imposible enumerar todas las codicias, porque ellas abarcan el mundo entero y la Palabra nos dice al respecto: “Todo lo que hay en el mundo” (1 Juan 2:16). Sansón se deja enlazar por Dalila a quien revela el secreto de su fuerza; el rey Lemuel fue puesto en guardia para “no dar a las mujeres su fuerza” (Proverbios 31:3). Otros “son valientes para beber vino” (Isaías 5:22); algunos se dejan seducir por las riquezas; hay quienes codician la ciencia, lo que fue, con el orgullo, el lamentable pecado del primer hombre. Pero no llevemos más lejos esta enumeración. Cada cual diga: Sondéame, examíname, para eliminar toda debilidad y así gozar sin interrupción de la fuerza que es según Dios.
La fuerza del siervo de Cristo, que él saca continuamente de la fuente, se asemeja a la electricidad, de la que tantos resultados se obtienen en la actualidad. Una central eléctrica produce esta fuerza y los hilos conductores la transmiten. Cuando estos hilos sufren un deterioro, la corriente se interrumpe, sin que por ello la potencia de la central disminuya. Los que por medio de los hilos reciben la luz o la energía no advierten este deterioro sino cuando se ven inmersos en la noche o cuando sus máquinas cesan de funcionar. Frecuentemente, el siervo del Señor es el último en enterarse de esta interrupción. Al igual que Sansón, puede haber perdido su fuerza, ignorando por mucho tiempo que “Jehová… se había apartado de él” (Jueces 16:20). ¡Por ello, cuán necesario es velar continuamente sobre nosotros mismos, para que el enemigo no se apodere de nosotros por medio de sus astucias!
Aparte de la fuerza que está en Dios, y de la cual nosotros debemos tomar continuamente, hay todavía, como ya lo hemos dicho, una fuerza que Dios da y de la que tenemos que hacer provisión.1 Nosotros estamos comprometidos aquí abajo, en una marcha que debe conducirnos a una meta determinada, en un trabajo que tiene por objeto la casa de Dios; y en un combate que debe hacemos sobrepasar los obstáculos que el enemigo nos coloca. Y Dios nos da una provisión de fuerza para una u otra alternativa, y a menudo para dos a la vez. El pobre remanente de Judá en la época de Nehemías tenía en una mano la paleta y el martillo para levantar la muralla, mientras que la otra empuñaba un arma (Nehemías 4:17). Abraham era un peregrino y también un combatiente que reportaba la victoria sobre los reyes (véase Génesis 13:17-18; 14:13-24). Caleb perseveraba marchando (Dios cuidaba de su calzado), tan dispuesto al final como al comienzo de su viaje; igualmente presto para combatir como para apropiarse de Hebrón o para atravesar el desierto. “Todavía estoy tan fuerte —dice él— como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar” (Josué 14:11).
La fuerza dada al creyente es susceptible de aumentar, de quedar estacionaria o de disminuir, sea que él descuide renovar sus provisiones, o deje que su espada se embote por no haber afilado sus cortes (Eclesiastés 10:10). En este caso, recobrará su fuerza por la humillación y por la meditación asidua de la Palabra de Dios.
El estado normal del cristiano, por desgracia tan poco frecuente, consiste en marchar “de fuerza en fuerza” (Salmo 84:7). Hemos visto lo que es necesario hacer para realizarlo: permanecer en relación continua con la fuente de la fuerza, “guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27), perseverar en el servicio, así como en la marcha y en el combate de la fe. Añadamos que es necesaria una última cosa: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos” (Salmo 84:5). El cristiano encuentra constantemente senderos que le extravían con el pretexto de evitarle la fatiga, de acortarle la ruta, o de hacerle el viaje más agradable. Tales son los caminos del mundo de los cuales aquellos que los frecuentaron podrían decir: “Cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). Se pierde toda la fuerza siguiendo caminos que extravían. Hay en las montañas de Suiza un sendero al que se le llama “la tumba de los extranjeros”. A primera vista, parece más atrayente que el camino ordinario. ¡Desgraciado aquel que se interna en él! Este sendero conduce al precipicio. Las advertencias del peligro no les faltaron a esos desgraciados extraviados. Cada año una nueva catástrofe viene a advertir a los escaladores temerarios acerca del peligro de no tener en cuenta los caminos conocidos.
Los caminos de Dios son los caminos abiertos; sobre ellos se distinguen las huellas de los fieles que suben a la casa de Dios para celebrar las “fiestas solemnes”. Estos son los caminos del santuario. Los peregrinos que les recorren se animan mutuamente a llegar hasta el fin. Sobre los caminos ya hechos, el corazón no pierde sus fuerzas. La esperanza les sostiene. Se puede encontrar un valle de Baca por atravesar; entonces los peregrinos se internan en él sin temor, porque ellos reconocen el camino abierto, trillado por otros que les han precedido y que llegaron a la cúspide. ¡No temamos los caminos abiertos, caminos de felicidad y gozo, en los que nuestras fuerzas se acrecientan en lugar de disminuir a medida que los utilizamos!
Estos caminos conducen a la casa de Dios, sobre la montaña de Sion, asiento de la gracia y del poder real de nuestro Señor Jesucristo.
- 1La palabra hebrea empleada para la fuerza que está en Dios: (Oz) (Salmo 84:5) difiere de aquella utilizada para la fuerza que Dios da: (Chayil) (Salmo 84:7). Esto es lo mismo en otros pasajes, como en el Salmo 93:1, donde Dios se ha ceñido de fortaleza (Oz); en el Salmo 18:32, 39: “Dios me ciñe de fuerza” (Chayil). En el Salmo 78:61: “Y entregó a cautiverio su fuerza” (Oz). Igualmente en el Salmo 132:8: “Tú, y el arca de tu fortaleza” (Oz). En Salmo 86:16: “Da tu fortaleza a tu siervo” (Chayil).