¡Cuán pronta está la carne para manifestarse en nuestras palabras y en nuestros actos!
“El corazón del justo piensa para responder; mas la boca de los impíos derrama malas cosas” (Proverbios 15:28).
“El que ahorra sus palabras tiene sabiduría” (Proverbios 17:27).
“El que guarda su boca y su lengua, su alma guarda de angustias” (Proverbios 21:23).
La prisa, es decir, las palabras dichas sin reflexionar, es provocada a menudo por malos sentimientos que hacen brotar la irritación y la ira. Estas palabras son como echar al fuego un líquido inflamable.
El peor de los instrumentos de la carne, el más peligroso y el más rápido en obrar el mal, es la lengua. El apóstol Santiago nos dice, en su epístola, todo el mal, muchas veces irreparable, que aquélla puede hacer. La califica como “un mundo de maldad”, y añade: “Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (cap. 3:2), mientras que: “la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica” (v. 17).
La falta de paciencia es una de las causas de la prisa, de la prontitud excesiva en el hablar y en el obrar. Con todo, sabemos que la Palabra nos exhorta repetidas veces a la paciencia. Mencionemos aquí algunos pasajes que nos enseñan acerca del peligro que constituye la prisa en hablar, deseando que el Señor nos conceda poder meditarlas y ponerlas en práctica.
“No entres apresuradamente en pleito” (Proverbios 25:8).
“El que refrena sus labios es prudente” (Proverbios 10:19).
“El que fácilmente se enoja hará locuras” (Proverbios 14:17).
“No te apresures en tu espíritu a enojarte; porque el enojo reposa en el seno de los necios” (Eclesiastés 7:9).
“El que tarda en airarse es grande de entendimiento; mas el que es impaciente de espíritu enaltece la necedad” (Proverbios 14:29).
“Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad” (Proverbios 16:32).
“Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse; porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:19-20).
Si seguimos al Señor en la Palabra, cuando caminaba en medio de los hombres, en perfecta obediencia a la voluntad de su Padre, no le vemos nunca dominado por la prisa; al contrario, había siempre en él una tranquilidad revestida por la mansedumbre, y esta tranquilidad ¿no era la consecuencia de una completa confianza en Dios? ¡Sí! “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15).
“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”, dice el Señor (Salmo 32:8). Y aquel que espera en Dios puede responderle: “Oh Jehová, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré” (Salmo 5:3).
Consideremos al Señor, quien, siendo Dios, se hizo hombre. Era un hombre dependiente, siempre en oración, confiando plenamente en Dios, obrando cuando Él le mandaba, esperando cuando su Padre quería que esperara, no cediendo a ninguna influencia exterior. Lo vemos, por ejemplo, en la muerte de Lázaro. Él amaba a aquella familia de Betania; la Palabra insiste particularmente en este amor: “Y amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Juan 11:5). No obstante, cuando le llamaron se quedó aún dos días en el mismo lugar donde estaba; después se puso en camino, porque era la voluntad de Dios. “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Juan 5:19).
En el caso de Saúl y David podemos ver el contraste entre la prisa y la espera paciente, entre la independencia y la obediencia a Dios. Samuel le había dicho a Saúl: “Espera siete días, hasta que yo venga a ti y te enseñe lo que has de hacer” (1 Samuel 10:8). Y cuando volvió Samuel, antes de que terminaran los siete días, Saúl, en vez de esperar, ya había obrado con insensatez al no obedecer al mandamiento; se había apresurado sin reflexionar y había ofrecido sacrificio a Dios, pero Él le declara: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22).
David, hombre según el corazón de Dios, tipo de Cristo, ungido como rey, acosado y perseguido por Saúl, su enemigo, que buscaba su muerte, tuvo en dos ocasiones la oportunidad de matarle y de apoderarse de la realeza que Dios le había dado. Hasta parecía que el mismo Dios había dirigido las circunstancias con este objeto. Sus hombres le dijeron: “He aquí el día de que te dijo Jehová: He aquí que entrego a tu enemigo en tu mano” (1 Samuel 24:4). Pero David no se dejó influir y esperó con paciencia que Dios mismo le estableciera sobre el trono.
Esdras nos ofrece también un hermoso ejemplo de paciencia y dependencia; no se apresura cuando está en camino a Jerusalén con los que subieron con él. Sabe que la mano de Dios está con ellos; ayuna y ora. Con este objeto, hace alto, acampa tres días y espera que Dios le muestre el verdadero camino, el “camino derecho” (Esdras 8:21).
No nos apresuremos en nuestras oraciones y no presentemos a Dios nuestras peticiones sin pesarlas y sin pensarlas. “No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:2). A esta cita podemos añadir lo que el Señor dijo a sus discípulos: “Orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos” (Mateo 6:7).
¡Cuán deseable es, también, que no haya prisa en el culto! ¿No hemos sentido hasta qué punto la prisa, la precipitación, perjudican y pueden impedir la edificación de la iglesia? Un himno indicado con prisa, muchas veces sin relación con lo que ha precedido, es como una nota discordante que altera y rompe la armonía del culto.
Reflexionar, pensar antes de hablar, antes de obrar, es decir, preguntarnos en todas las cosas cuál es el pensamiento del Señor y mantenernos en comunión íntima con Él, conscientes de que Él lo ve todo, tal debe ser nuestra conducta.
Si tuviéramos más en nuestros corazones el sentimiento de su proximidad, de su solicitud, de su amor, ¡cuán diferentes serían, muchas veces, nuestras palabras, nuestras acciones y nuestra actitud!
Pensemos en estas breves, solemnes y sencillas exhortaciones. “¿Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Colosenses 3:17). “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). ¡Hacerlo todo para la gloria de Dios! Tal debe ser el constante deseo de aquellos que pertenecen al Señor y le aman.