El milenio, o el período de “mil años” del reinado de Cristo (Apocalipsis 20:6), será el cumplimiento, por parte de Dios, de las bendiciones prometidas a Abraham, Isaac y Jacob, y confirmadas muchas veces y con muchos detalles a David, el rey según el corazón de Dios, y a los profetas. Éstos son los “tiempos de refrigerio” de los cuales habla a los judíos el apóstol Pedro en Jerusalén (Hechos 3:12-26). Israel será entonces, como pueblo, convertido a Dios, “todos lo conocerán” (Jeremías 31:34); y, por ellos, el conocimiento del Señor será propagado en toda la tierra; Satanás será atado y el pecado no tendrá curso en el mundo como actualmente. “La tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9). El fundamento de todas estas bendiciones, por lo demás contenido en “el nuevo pacto”, es la sangre de Cristo (Mateo 26:28). Cuando el pueblo terrenal, los descendientes de Abraham según la carne, se hayan reconocido culpables y hayan confesado sus pecados, habiendo mirado a Aquel al que traspasaron, entrarán en la felicidad del reinado de Cristo.
Este reinado debe ser precedido, como quiera que sea, por terribles juicios que sorprenderán a la tierra incrédula y, de una manera especial, a la cristiandad profesante sin Dios. Es evidente que avanzamos a grandes pasos hacia esa crisis final.
En cuanto a aquellos que “tienen parte en la primera resurrección”, dicho está, en Apocalipsis 20:6, que “reinarán con Cristo mil años”. El Señor mismo también dice (Lucas 20:35-36) que serán semejantes a los ángeles y que no tendrán más la misma vida que conocemos en la tierra: todo será cambiado.
Nada permite suponer tampoco que el Señor Jesús estará personalmente en la tierra, sentado efectivamente sobre el trono de David mientras dure su reinado. Por el contrario, se habla en detalle, al final de la profecía de Ezequiel 45:7; 46:4, 8, 10, 12; 48:21, del príncipe que reinará en Jerusalén, quien podrá dar posesiones especiales a sus hijos y tendrá sacrificios que ofrecer, etc. Por otra parte, todo estará sometido a la autoridad del Mesías y, por este hecho, será él quien reinará, sea quien sea la persona que lo represente. Cristo vendrá a la tierra al principio; “se afirmarán sus pies… sobre el monte de los Olivos” (Zacarías 14:4) y consumirá al Anticristo con su aparición. Entonces habrá comunicaciones constantes entre el cielo y la tierra. Vemos una indicación de ello en la escalera de Jacob (Génesis 28:12-13). Aquellos que tienen parte en la primera resurrección tendrán cuerpos glorificados. Israel será el pueblo escogido sobre el cual el Mesías reinará, y todas las naciones (es decir, todos aquellos que hayan escapado a los juicios apocalípticos), serán bendecidas por el intermediario de Israel.
En cuanto a la Iglesia propiamente dicha, toda su participación es celestial; ella es la esposa del Cordero, desde ahora formada por el Espíritu Santo, en relación con la posición actual del Señor Jesucristo, hombre glorificado. El apóstol Juan la ha visto en visión descendiendo “del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios” (Apocalipsis 21:10-11), pero no está dicho que ella venga hasta la tierra. Ella guardará siempre su carácter celestial, estando asociada, de la forma más íntima, al Señor mismo, y manifestada así en el día de su gloria (comparar Mateo 13:43).
La Iglesia no forma parte de la profecía propiamente dicha, es decir, de la revelación que se refiere a la tierra; ella es el misterio escondido desde los siglos, como dice el apóstol Pablo, a quien Dios ha concedido la gracia de darlo a conocer a los santos después que el Señor Jesús haya sido exaltado como hombre a la diestra de Dios. La epístola a los Efesios nos presenta aspectos diversos, pero siempre en relación con la redención realizada por el Señor en la tierra, y con su puesto actual en el cielo. Es lo que explica, por un lado, el carácter celestial de la Iglesia; y, por otro lado, por qué la Iglesia, como fiel esposa, debe esperar del cielo a su Señor para que la haga partícipe de su gloria, sin que sea cuestión de una realización previa de las profecías del Antiguo Testamento o incluso de aquellas del Apocalipsis.
El capítulo 12 del Apocalipsis, bajo la figura del “hijo varón” elevado al cielo, presenta en una sola vez, y como un único acontecimiento, la ascensión del Señor Jesús y el arrebatamiento de la Iglesia, “la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:23). Vemos en figura y reunidos como en un cuadro, el nacimiento del Salvador (Mateo 2), su ascensión al cielo (Hechos l), su venida en busca de su Iglesia (1 Tesalonicenses 4), y la elevación de ésta para reinar con él (comparar Apocalipsis 2:27 y 12:5, con Salmo 2:7 a 9); pues en ese sentido la Iglesia es parte de Cristo, “una sola carne”; es el gran “misterio” del que habla el apóstol en el capítulo 5 de la epístola a los Efesios. El Apocalipsis no repite esos detalles que son de un valor inestimable para nuestras almas, pero presenta los hechos que son la necesaria consecuencia de aquéllos, y todo en vista de la realización de las profecías que conciernen especialmente al pueblo judío. El arrebatamiento de la Iglesia será un momento de crisis para la tierra, el último acto de los divinos proyectos de gracia que caracterizan ese día de salvación; él quitará todo obstáculo a la manifestación del Anticristo, el hombre de pecado, y permitirá que los juicios anunciados caigan sobre la cristiandad corrompida y sobre la nación judía incrédula. Dios volverá a reanudar, no obstante, sus relaciones con Israel sobre la base del nuevo pacto, y obrará con potestad para la manifestación de aquellos que fortificándose en la fe de los padres, esperan conseguir las cosas gloriosas que les han sido prometidas (Hechos 26:6-7). Éstos, o al menos todos aquellos de entre ellos que escapen a las persecuciones que harán estragos bajo el reinado del Anticristo, formarán el núcleo de la nación destinada a las bendiciones mileniales; alrededor de ellos se agruparán, bajo el cetro del Mesías, las diez tribus de Israel vueltas a encontrar por los fieles cuidados de Dios. Y, por ellos sin duda, el conocimiento de Jehová será propagado en la tierra, liberada en lo sucesivo de los horrores de la guerra.
Muchos pasajes parecen demostrar que, durante el reinado del Señor, el pueblo de Jehová no conocerá la muerte, a condición, sin embargo, de serle fiel; pues está escrito que los impíos serán destruidos en el país cada mañana (Salmo 101:8); es decir, que el mal será castigado tan pronto como se manifieste. Debemos recordar que el reinado del Mesías será el continuo ejercicio del juicio y de la justicia según Dios, pero entonces no habrá la impulsión al mal que existe actualmente, pues Satanás estará atado (Apocalipsis 20:2). Al principio del milenio, todo el pueblo de Israel conocerá al Señor (Jeremías 31:34) después de haber pasado por profundos ejercicios de corazón (Zacarías 12:10-14; 13:1-2). Falta por saber qué será de aquellos que nazcan en medio de todas las bendiciones y de la gloria del reinado y que tendrán dificultad para darse cuenta de la corrupción del corazón del hombre que no tarda en manifestarse a partir del momento en que se presenta la ocasión favorable. Sea como fuere, es muy evidente que Satanás encontrará muchos corazones insumisos a Dios, y conseguirá reunir las naciones que están en los extremos de la tierra para un combate último contra Dios y contra los santos (Apocalipsis 20:7-10). Tal será la prueba final del corazón humano, cuyo estado irremediable ya ha sido demostrado bajo la ley y durante la predicación actual del Evangelio de la gracia. Dios solo, por su intervención directa, puede quebrantarlo y operar el nuevo nacimiento.