Un viejo minero, convertido y tocado por la gracia de Dios, deseaba la misma dicha para los demás. Muy ignorante, no sabía ni leer ni escribir.
Cada vez que recibía una hoja mensual de evangelización, iba a casa de su vecino, un minero todavía en actividad. “Juan —le decía— ya que sabes leer, léeme estas pequeñas historias”. Tal tarea no era del agrado de Juan, quien aborrecía el nombre de Jesús. Empezaba, pues, por rechazar violentamente al creyente. Pero éste no se dejaba desanimar e insistía con tanta mansedumbre que el rudo minero, para deshacerse de él, leía lo que el viejo le pedía.
Esta escena se repetía cada mes. El piadoso anciano llegaba con su periódico en la mano e invariablemente era despedido con aspereza. Pero, invariablemente también, su instancia inducía al hombre orgulloso y rebelde a leer las palabras del Evangelio.
Y pasó lo que debía pasar. Por la gran misericordia de Dios, el nombre de Jesús, repetido a menudo, fue como la gota de agua que horada la piedra. El corazón de Juan fue tocado; la luz brilló en sus tinieblas; luego de haberse arrepentido pudo gozar de la salvación. Terminó por leer la misma Biblia a su vecino, el cual se alegraba de haber sido el instrumento empleado por Dios para la felicidad presente y eternal de un alma.
“¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra?” (Jeremías 23:29).