El hombre puede realizar grandes cosas. Ha recibido del Creador soberano nobles capacidades, una inteligencia privilegiada, un entendimiento que lo eleva infinitamente por encima de los animales y mediante el cual estaba, antes de su caída, en relación viva e íntima con Dios. ¡Ay! aun cuando haya perdido esta comunión con Aquel que lo creara a su imagen y semejanza (Génesis 1:26), el ser humano puede todavía desplegar su actividad en el dominio donde Dios lo deja por algún tiempo y cumplir obras notables. Ha recibido la energía, el celo y el talento necesarios para descubrir las leyes y las fuerzas de la naturaleza y valerse de ellas para sus necesidades a su voluntad.
Realiza así maravillas de arte, de ciencia y de técnica. Se eleva en los aires más veloz que el ave emigrante; franquea los océanos. El vapor, la electricidad y otras fuerzas creadas por Dios le entregaron sus secretos y él los emplea de mil maneras, ora para transportarse con rapidez a las diversas partes de su vasta esfera o para cumplir los trabajos para los cuales sus fuerzas corporales no bastarían. Piensa igualmente haber conquistado la supremacía de los elementos que parecían inaccesibles a su actividad. No solamente vuela como el ave, sino que cual pez se sumerge en las profundidades del océano y navega a su antojo.
El hombre puede alcanzar algunos astros celestiales, calcula con exactitud su marcha en el espacio, su distancia de la tierra, los eclipses del sol y de la luna, y muchos otros hechos de la astronomía y otras ciencias exactas le son conocidos. Estudia cuidadosamente el dominio de la tierra y de los mares; las ciencias naturales le revelaron las maravillas de la creación animal, vegetal y mineral. Aprendió a cruzar los mares, a contener sus furias mediante los diques, a cavar lagos y a cubrirlos, a construir puentes sobre los ríos más anchos, a abrir túneles a través de las más altas cadenas de montañas, a escudriñar las profundidades de la tierra para extraer sus riquezas. En un instante puede transmitir su palabra de un cabo a otro de la tierra, con o sin hilo conductor.
Cuántas páginas necesitaríamos para enumerar las maravillas realizadas por la ciencia y el genio del hombre; pero detengámonos ahora para considerar la otra faz del cuadro que desearíamos hacer de este ser tan notable y, sin embargo, tan ínfimo y miserable en su caída y alejamiento de Dios.
El hombre no puede reparar la telaraña que con un ligero movimiento ha destruido; no puede colocar en su lugar el fruto que ha arrancado del árbol, ni enderezar la flor cuyo tallo ha roto; no puede devolver a la mariposa el ala delicada y maravillosa que ha estrujado con sus dedos, ni devolver la vida a la hormiga que ha hollado.
Y, cosa más solemne aun, no puede volver a empezar cualquiera de sus días, y menos todavía rehacer el viaje que ha proseguido a través de la vida y hallar los años que ha malgastado en búsqueda de felicidad; no puede impedir que las arrugas caven su frente, ni que los cabellos de su cabeza encanezcan; no puede enderezar su cuerpo que se encorva hacia la tierra, o alejar la enfermedad que caerá sobre él como el águila sobre su presa, ni la muerte, sombría mensajera que le aporta la orden del Altísimo de abandonar la escena de su responsabilidad para comparecer delante de Él y rendirle cuenta de su actividad en la tierra: “Tornas al hombre en polvo, y dices: ¡Volveos a la tierra, hijos de Adam!” (Salmo 90:3; V.M.). “El hombre va a su morada eterna, y los endechadores andarán alrededor por las calles” (Eclesiastés 12:5).
El hombre tan sabio y poderoso a sus propios ojos no puede borrar uno solo de sus pecados, ni redimir su alma de la perdición eterna (Salmo 49:8); no puede anular una sola de sus palabras inconsideradas, ligeras o malas que salen de su boca, ni hacer desaparecer un solo hecho de su vida del cual se ruboriza cuando el recuerdo surge en su mente.
Lector, lo que ni tú ni yo podemos realizar, Dios en su gracia infinita lo hizo para todo aquel que recibe su palabra con un corazón contrito y humillado. Él borra sus transgresiones y le da esta certeza (Isaías 43:25; Zacarías 3:4); le otorga la vida eterna, el perdón, la paz, la justicia y la gloria (Juan 3:16; 1 Juan 2:12; Romanos 5:1; Salmo 84:11).
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo:
¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”
(Salmo 8:3-4)