Mientras el culto de Israel ocupa, desde el Éxodo al Deuteronomio, muchos capítulos del Antiguo Testamento, el del cristiano se limita a unos cortos versículos del Nuevo, tan densos que jamás nos cansamos de leerlos y meditarlos. Así Juan 4:23 nos enseña a la vez cuándo, por quién, a quién y cómo debe ser presentada la adoración.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. La hora de un cambio de economía había llegado. La venida del Hijo de Dios al mundo inauguraba un nuevo orden de cosas. Se daba vuelta la página del hombre; Dios podía ser reconocido y adorado en Jesucristo. “Les he dado a conocer tu nombre” (Juan 17:26). Y tal nombre era el del Padre. Al Creador todopoderoso le corresponderá de pleno derecho el homenaje de sus criaturas (Apocalipsis 4). A Jehová, Dios de Israel, pronto le será legítimamente rendido el culto de su pueblo terrestre restaurado. Dios, el Altísimo, será bendecido por todas las naciones de la tierra durante el milenio. Pero “la hora viene, y ahora es” cuando Dios es adorado como Padre por aquellos a quienes adoptó por medio de Jesucristo y que han sido engendrados “por la palabra de verdad, para” ser, en cierto sentido “primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).
Quien dice Padre dice familia, hijos, hermanos, hermanas, un conjunto de relaciones, de Él con nosotros, de nosotros con Él, y de unos con otros, todas aseguradas en y por Jesucristo. Como toda relación, una vez que ésta ha sido establecida, está llamada a manifestarse por medio de comunicaciones y sentimientos. Comunicaciones y sentimientos que, al subir de nuestro corazón al del Padre, precisamente constituyen la adoración. De donde resulta que, para rendir ese culto al Padre, es necesario tener el título de hijo, derecho de cualquiera que ha recibido la vida divina y ha entrado, por el nuevo nacimiento, en la familia del Padre, con todos los derechos y privilegios que le son propios. En consideración a ello comprendemos por qué el encuentro con Nicodemo, cuyo tema era el nuevo nacimiento, necesariamente debía preceder a la revelación que el Señor iba a hacer a la samaritana.
“El Padre tales adoradores busca que le adoren”. Lo que da a entender que éstos no vienen a Él espontáneamente. Y, en este capítulo 4, el largo camino recorrido por el Hijo de Dios bajo el calor del mediodía para encontrar a una sola alma temerosa, ilustra esta búsqueda del amor perseverante que nos ha encontrado, a usted y a mí. Son personas las buscadas —adoradores y no solamente adoración— gente parecida a esta mujer, la cual no estaba calificada ni por su origen (una samaritana, extranjera al pueblo de Dios), ni por su culpable conducta. Indignos a la vez por naturaleza y por sus obras, una vez llevados a Dios, tales seres están mucho mejor capacitados, por experiencia personal, para exaltar la gracia de Dios, así como para apreciar desde un lugar privilegiado la amplitud de ésta.
¿Cómo adorar al Padre? La respuesta es doble:
- En espíritu: por el Espíritu y espiritualmente en contraste con todas las formas, ritos o ceremonias de la antigua economía y, desgraciadamente, también de la cristiandad hoy día. Esto explica nuestra observación preliminar: los levitas y sacerdotes ya no tienen ninguna necesidad de instrucciones detalladas. El Espíritu de Dios conducirá al adorador a la expresión de un culto inteligente. ¿No es Él capaz de hacerlo? Y ¿no es para Él un ultraje, una gran pretensión, substituir Su dirección con una organización a la que se juzga confortadora, pero que en todo es humana y sin fundamento en la Palabra? El Espíritu de Dios abre la inteligencia, pero también el corazón, y entonces la lengua llega a ser la pluma de un escribiente muy hábil. En la medida en que, por el Espíritu, gozamos de nuestra relación de hijos, podemos adorar al Padre. Un verdadero adorador del Padre debería haberse “liberado de Romanos 7”, estar consciente de su filiación y ser capaz de gritar por el Espíritu: “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15). No poner confianza en la carne, gloriarse en Cristo Jesús y adorar a Dios en espíritu son cosas inseparables (Filipenses 3:3 V.M.).
- En verdad, o dicho de otra manera, que no sea según los pensamientos inciertos, limitados y deformados del hombre. La fértil imaginación de este último ha inventado innumerables formas para acercarse a Dios, ha elaborado sabios sistemas religiosos, tan falsos unos como otros a causa de ser humanos, y ha adaptado el cristianismo a sus concepciones propias, dando el lugar más importante a la criatura, a lo que ella hace, dice y piensa. No, al Padre no se le puede adorar más que según la revelación que él da de sí mismo, es decir, según la Palabra. Ésta me dice todo lo que el Padre es, todo lo que hace, de forma que a cada relación puede responder una nota de alabanza que sea conforme a Su naturaleza y carácter.
En resumen: para ser un verdadero adorador, primeramente hace falta poseer y enseguida experimentar la relación de hijos e hijas. ¡Qué el Padre no sea frustrado en lo que busca, sí, de lo que para él tiene el valor de la medida del don que nos ha hecho! Y que cada uno de aquellos que, por gracia, son introducidos en su familia celestial, cumplan ahora, sin esperar a estar en el cielo, el santo y glorioso oficio de un verdadero adorador, que adore al Padre en espíritu y en verdad.