Uno de mis amigos visitaba a una moribunda. Esta señora tenía todo su gozo en el Señor y se alegraba de que pronto estaría con él para siempre, cuando los lazos terrenales fueran rotos y se durmiera en Cristo. El amigo cristiano hablaba a la enferma de Cristo en el cielo, de su próximo retomo, de la redención que él ha cumplido y de los lugares que fue a prepararnos en la casa del Padre. Al oírle hablar así, una niñita creyó entender que el visitante venía del cielo, por lo cual, después de algunos instantes, levantó los ojos hacia él y le preguntó:
— ¿Vive usted en el cielo?
Esta pregunta puede sorprender verdaderamente; sin embargo, si oímos a alguien que habla de Suiza, por ejemplo, y de los paisajes magníficos que se pueden ver en ese país, cosas que parece conocer muy bien, será natural que le preguntemos si vive allí.
Por cierto, el creyente, aunque corporalmente está en la tierra, es “participante del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1), no vive “en la carne” (aunque la carne esté en él) sino “en el Espíritu” (Romanos 8:9 V.M.), no “en Adán”, como otrora, sino “en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Efesios 2:6). Es una persona celestial, pues “cual el celestial, tales también los celestiales” (1 Corintios 15:48). Por gracia divina, por la potencia divina y según la justicia divina, está en una nueva posición ante Dios. Está sentado en los lugares celestiales en Cristo Jesús y el favor de Dios permanece sobre él en el Muy Amado, en quien tiene la redención por Su sangre, y en quien es bendecido con toda bendición espiritual. Cristo es su vida, de modo que es exhortado a tener sus pensamientos y sus afectos dirigidos hacia “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1).
El creyente está ligado con Jesucristo en lo que concierne a la vida, la justicia y la paz, como así también a las relaciones y al servicio. Es nacido de lo alto y su herencia, sus posesiones, sus relaciones y sus recursos de fuerza, sabiduría y frutos están todos allá arriba, de manera que se puede decir con propiedad que “nuestra ciudadanía esta en los cielos” (Filipenses 3:20). Estas maravillas de la gracia divina comenzó a revelárnoslas nuestro Señor Jesús cuando, después de haber expiado nuestros pecados en la cruz y ser resucitado para nuestra justificación, dijo a sus discípulos que no sólo tenían que regocijarse de la paz que Él había hecho, sino que debían conocer también la nueva relación en la cual eran introducidos: ¡hermanos suyos e hijos de Dios! (Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios). Después de habernos introducido así en esta nueva e inmutable relación, Él agrega: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21). Cuando nuestro Señor hizo esta declaración plena de gracia, había resucitado de entre los muertos, pero a continuación subió al cielo y, como hombre entró en la gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo fuese. De allí envió al Espíritu Santo, no sólo para anunciar las buenas nuevas de la gracia divina, sino también para unir junto a Él, en el cielo, a todos los creyentes de la tierra. Como llevó cautiva la cautividad, también recibió dones para los hombres; de manera que todos nuestros dones, ministerios y servicios emanan de Él mismo, de allá arriba, de manera que nuestra diaria misión en el mundo tiene su fuente en lo alto. “A cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efesios 4:7).
Así cada creyente tiene una misión: es enviado al mundo como hijo de Dios, para hacer la voluntad de aquel que le envía. Como su vida, sus recursos y su herencia están en el cielo y su nueva posición en Cristo está allí también, es enviado al mundo para hacer, día tras día, la voluntad de nuestro Señor. En eso reside toda la diferencia: más bien que considerarnos como peregrinos en la tierra, en camino hacia el cielo (aunque ello también es cierto), sepamos gozar de nuestra posición, real y permanente, en Cristo Jesús, mientras somos enviados a la tierra por Su voluntad. Pues no somos del mundo: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:19).
Así podemos comprender lo que ha dicho alguien: «Durante mi peregrinaje he encontrado mucha gente que marchaba hacia el cielo, pero muy pocos que fueran enviados del cielo».
Ojalá podamos mantener nuestros pensamientos en las cosas de arriba y no en las de la tierra, pues estamos muertos y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4). ¡Preciosa perspectiva!
Pero estamos persuadidos de que lo importante para el tiempo presente es saber si el cielo es nuestra morada, si el retorno del Señor, las moradas del Padre, el reinar con el Señor y la participación en su gloria superan para nosotros el valor de lo mejor de la tierra; entonces seguramente nuestros pensamientos estarán puestos en las cosas de arriba y no en las de la tierra.
Lo que tenemos que temer es que, como las dos tribus y media, demostremos interés por el país de la promesa y ayudemos a los otros a tomar posesión de la herencia, mientras que, deliberadamente, elijamos instalarnos de este lado del Jordán (Números 32). Quiera Dios despertar nuestras conciencias a ese respecto, de forma que nuestra manera de ser y de pensar manifieste, incluso sin palabras, que gozamos de la inestimable dicha de ser gente de la Casa de Dios, y que, por consecuencia, esperamos que el Señor nos arrebate para introducimos allí corporalmente, con cuerpos gloriosos semejantes al suyo (Filipenses 3:20-21).