“Dios es amor... Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.”
(1 Juan 4:8-9)
“Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados,
ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo,
ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios,
que es en Cristo Jesús Señor nuestro.”
(Romanos 8:38-39)
Por una hermosa noche estrellada, observo el reflejo de la luna en una charca a mis pies. La superficie del agua es lisa y refleja perfectamente su imagen.
De repente una brisa de viento agita el agua, y la superficie se pone a ondular. Tengo la impresión de que la luna tiembla. Levanto los ojos: en el cielo, ella brilla como antes.
Luego, una hoja seca cae y hace agitar la superficie del agua y perturba el efecto del reflejo. En el cielo, nada cambió; ¡la hoja seca no tocó la luna!
Entonces agito el fondo de la charca con un palo. Esta vez sube barro a la superficie, y el reflejo de la luna está completamente oscurecido. Entre las estrellas ¡ella sigue brillando!
Cristianos, ¿cómo apreciamos el amor divino? “Dios es amor”, nos dice la Biblia. Dios es el mismo, independientemente de lo que pueda suceder. Pero nosotros somos fluctuantes. Y, así como el viento, la caída de una hoja seca o el barro del fondo, emborronan el reflejo en la charca, así también las circunstancias exteriores o nuestro estado interior pueden afectar la manera en que apreciamos el amor divino. No nos dejemos perturbar. El amor de Dios por sus hijos es invariable. No depende de lo que somos, y los elementos que nos turban no lo alcanzan. El amor está en Dios mismo.
Apoyémonos, a pesar de todo, en este amor eterno. No dirijamos la mirada hacia nosotros mismos; alcemos los ojos y alegrémonos porque Dios nos ama, todavía y para siempre.