Un tiempo difícil
El pasaje arriba mencionado nos transporta a la época del profeta Samuel y de los reyes Saúl y David. La vida y los hechos de estos hombres están descritos en los libros de Samuel y de las Crónicas. En la historia del pueblo de Israel comenzaba entonces una época nueva en los propósitos de Dios para con él: la introducción de la realeza.
Hasta entonces, Dios mismo había gobernado su pueblo, incluso durante la época de los jueces. Ahora, ¿por qué razón iba a ejercer el gobierno mediante reyes? La razón externa fue el deseo del pueblo de tener un rey “como… todas las naciones” (1 Samuel 8:5). Este deseo —o esta voluntad— de tener un rey visible, era ciertamente una ofensa a su Dios. Era una ingratitud e incluso una rebelión contra él. ¿Habían olvidado que eran el pueblo escogido de Dios, totalmente separado y diferente de todas las demás naciones? Habían perdido la convicción de antaño, expresada en su cántico después de la travesía del mar Rojo y de la liberación de Faraón: “Jehová reinará eternamente y para siempre” (Éxodo 15:18).
Samuel, muy afligido con la actitud del pueblo, oró a Dios. Recibió la respuesta: “No te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (1 Samuel 8:7). Dios, que conoce perfectamente el corazón del hombre, sabía cuáles eran los verdaderos motivos del pueblo. Añadían ahora este pecado a la larga historia de sus faltas y del olvido de la bondad de Dios. Se rebelaban contra el Dios de sus padres y lo rechazaban. Dios nos muestra así de lo que es capaz nuestro corazón, semejante al de los israelitas. Esto debe tocarnos. Los relatos que encontramos más adelante en estos libros, nos muestran que si bien Dios cedió a la demanda del pueblo, las consecuencias fueron humillantes y amargas. Esto es lo que ocurre generalmente cuando Dios satisface los deseos humanos, que no son sino de corta duración. Después hay amargos remordimientos. En el caso que estamos considerando, el pueblo no tardó en tomar consciencia de que obró de manera insensata, pero ya era demasiado tarde (1 Samuel 12:19).
Era, pues, una gran locura de parte del pueblo querer un rey y rechazar así el gobierno directo de Dios. Sin embargo, el propósito de Dios no puede ser anulado por la infidelidad del hombre. Dios en su soberanía utilizó el principio de la realeza —después de Saúl— para revelar algo de sus planes para un tiempo futuro. Los designios de Dios en cuanto a la realeza de Cristo se presentan de manera figurada en los reinados de David y de Salomón. David es una figura de Cristo como rey rechazado —lo que se cumplió históricamente en la primera venida de Jesús. Salomón es una figura de Cristo como rey de gloria —lo que pronto se realizará como lo dice el libro del Apocalipsis: Él será “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16).
El capítulo 12 del primer libro de las Crónicas se sitúa en el tiempo en el que David era atormentado y perseguido. Él había sido ungido rey por Samuel y tenía que esconderse por su vida, perseguido por Saúl “como quien persigue una perdiz por los montes” (1 Samuel 26:20). En este período de su vida, es una figura notable de Jesús rechazado por su pueblo. Pero había en Israel algunos que habían puesto su confianza en David y que lo seguían para compartir su rechazo. Vemos así hombres que vienen a él en el “lugar fuerte de Siclag” donde se había refugiado.1 En nuestro capítulo 12 de 1 Crónicas vemos varios grupos de diversas tribus que vienen a David para unirse a él.
De los hermanos de Saúl de Benjamín (v. 1-7)
Estos hombres eran parientes cercanos del rey Saúl. Al ponerse del lado de David, obraban en contra de los lazos de sangre. Su decisión de dar ese paso acarreaba graves consecuencias. David era el objeto conocido de la enemistad de Saúl. Ahora podían estar seguros de que el odio de Saúl era también hacia ellos. Se exponían a su furor, que amenazaba de hecho a todos los que estaban vinculados a David. El odio de este hombre era tal que incluso quiso matar a su propio hijo Jonatán, porque era amigo de David y lo defendía (1 Samuel 20:30-33).
Cuando el Señor estuvo en la tierra, fue plenamente manifestado que una hostilidad contra Dios estaba profundamente arraigada en el corazón humano. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Romanos 8:7). El Señor Jesús dijo a sus discípulos: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15:18). También, hablando de lo que iba a suceder en el mundo e incluso en las familias, dijo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre… y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mateo 10:34-38). Estas palabras del Señor no solo conciernen al tiempo en el que vivió en la tierra, sino a toda la época cristiana. A numerosos creyentes les cuesta conciliar estas palabras con el relato de Lucas 2, donde está escrito: “y en la tierra paz” (v. 14). Pero hemos de recordar que una paz visible en la tierra no se puede establecer durante el tiempo que el Señor es rechazado y negado. No obstante, por su obra en la cruz, el Señor puso el fundamento para que una persona pueda tener personalmente la paz con Dios.
Muchos hijos de Dios experimentaron, aún hoy en día, la veracidad de lo que el Señor dijo en Mateo 10. Y el apóstol Pablo recuerda: “También todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Pero para aquellos que deben soportar separaciones dolorosas o incluso ser rechazados por sus familias a causa de Él, el Señor tiene una palabra de consuelo: “No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí… que no reciba cien veces más” (Marcos 10:29-30).
Recordemos respecto a esto que el Creador, en su bondad, ha establecido relaciones de amor en el matrimonio y en la familia. Cualquiera que entre en el gozo de estas relaciones las aprecia y está agradecido. En los tiempos de superficialidad y de inmoralidad creciente que vivimos, estamos llamados más que nunca a honrar y a ennoblecer los lazos establecidos por el Creador. El amor y la devoción por el Señor no deberían restar valor a los afectos naturales en las relaciones familiares. ¡Al contrario! Solamente debemos aprender a dejar las cosas en el lugar que Dios las ha colocado en su Palabra. Esto significa que el amor por Él debe tener la preeminencia.
¡Qué sentimientos ciertamente llenaron el corazón de David cuando vio a estos hombres de Benjamín venir a él! ¡Qué sentimientos debe de tener nuestro Señor hoy, cuando ve a fieles creyentes dispuestos a compartir su rechazo, a seguirlo y a servirlo con corazones no divididos!
Los de Gad (v. 8-15)
Se nos dice que “los de Gad huyeron y fueron a David, al lugar fuerte en el desierto, hombres de guerra muy valientes”. Y se mencionan sus nombres. Para venir hasta David, había un gran obstáculo: el Jordán que, en esta estación, desbordaba “por todas sus riberas”.
En Números 32, vemos que, durante la conquista del país, los hijos de Gad quisieron habitar al oriente del Jordán, porque encontraron en esa comarca buenas condiciones para sus grandes ganados. No quisieron pasar el Jordán para tomar posesión de la heredad que Dios había previsto para ellos. Dios aceptó su decisión, pero fue en detrimento de ellos. Ahora vemos a algunos de los de Gad pasar el Jordán para estar con David. Como los hermanos de Saúl, no consideraron sus lazos de parentesco y parece que también renunciaron, al menos momentáneamente, a sus tierras.
En el lenguaje figurado de la Biblia, el Jordán es un símbolo de la muerte. En lo que concierne a nuestra vida cristiana, el paso del Jordán evoca la realización práctica del hecho de que estamos muertos y resucitados con Cristo. El Señor dijo: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39). Estar del lado del Señor Jesús y seguirlo implica pues renunciar a los derechos que reclama el viejo hombre. Esto implica también estar dispuesto a renunciar a la prosperidad terrenal. La gloria futura revelará un día que aquellos que estuvieron dispuestos a “perder su vida” aquí abajo, en realidad han “hallado” la verdadera vida, aquella que es digna de ser vivida.
De los hijos de Benjamín y de Judá (v. 16-18)
Aquí David sale al encuentro de los hombres que vienen a él, pero no se trata de un saludo amistoso o de una recepción acogedora. Antes bien, David somete a estos hombres a un examen: “Si habéis venido a mí para paz y para ayudarme, mi corazón será unido con vosotros; mas si es para entregarme a mis enemigos, sin haber iniquidad en mis manos, véalo el Dios de nuestros padres, y lo demande” (v. 17).
Esta escena nos hace pensar en aquella que se relata en el primer capítulo del evangelio de Juan. Ahí dos discípulos vienen al Señor, con el deseo de seguirlo. También tenían algo que dejar. “¿Qué buscáis?” (Juan 1:38), les pregunta el Señor. Como respuesta, ellos mismos le hacen la pregunta: “¿Dónde moras?” El Señor los había puesto a prueba y este examen debía servir para manifestar lo que había en sus corazones. Así era para los hombres de Benjamín y de Judá que venían a David. Querían estar con aquel que amaban. Las palabras de su jefe, Amasai, ciertamente conducido por el Espíritu, son conmovedoras: “¡Tuyos somos, oh David, y contigo estamos, hijo de Isaí! ¡Paz, paz a ti, y paz a tus ayudadores; porque tu Dios te ayuda!” (v. 18; V. M.).
El Señor dice a cada uno de los suyos: “Yo te redimí… mío eres tú” (Isaías 43:1). ¡Palabra infinitamente preciosa! Pero está el otro lado: “Tuyo soy”. Es la declaración de lo que hay en un corazón que ama, y esto incluye el don de sí mismo. No solo conocer y amar al Señor Jesús, sino también estarle sometido como a Aquel que tiene todos los derechos sobre nosotros. “Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).
¡Que el Señor reavive en nosotros el deseo de estar unido a él con todo el corazón! Él sufrió el suplicio de la cruz por nosotros. Y ahora espera, como respuesta a su amor, la devoción y el afecto de nuestro corazón.
- 1El triste relato de lo que ocurrió durante la estancia de David en Siclag es omitido en nuestro capítulo, pero se lo puede leer en 1 Samuel 30.