“Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo;
porque somos miembros los unos de los otros.”
(Efesios 4:25)
En los versículos que preceden al transcripto, el apóstol Pablo recuerda a los efesios que ellos se habían despojado “del viejo hombre” (v. 22) y que habían de vestirse “del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (v. 24).
Esta oposición entre las dos naturalezas que se encuentran en el creyente (la vieja y la nueva) no debe ser considerada solamente como una teoría. En efecto, el apóstol emplea la expresión “por lo cual” para introducir sus exhortaciones a cambiar de comportamiento, las que resultan de la presencia del nuevo hombre en nosotros.
Comprendemos muy bien que empiece hablando de la mentira y de la verdad, ya que por medio de la mentira el Diablo, el padre de mentira desde el principio, condujo a Eva a la desobediencia (Juan 8:44; Génesis 3:17). Además, el primer pecado cometido en la naciente Iglesia —relatado por la Biblia en Hechos 5— es el de haber mentido a Dios en la persona del Espíritu Santo.
Este pecado se ha convertido en algo tan corriente en este mundo que por reflejo muchas personas buscan lo que esconden las palabras del prójimo en lugar de interpretar su sentido directo. Corremos el peligro de dejarnos ganar por tal costumbre y de olvidar el verdadero significado de la mentira a los ojos de Dios. Velemos, pues, para no reflejar este carácter del Diablo, sino, al contrario, apliquémonos a mostrar el del Señor, quien es en sí mismo la verdad. El Espíritu Santo, llamado también el Espíritu de verdad, nos reprende cuando fallamos en este aspecto y nos ayuda a poner en práctica la exhortación que encabeza estas palabras.
Esta obligación concierne primeramente a nuestras relaciones entre creyentes, tal como lo indica la expresión “somos miembros los unos de los otros”, pero se aplica también a nuestras relaciones conyugales, familiares o profesionales. En cada una de ellas es preciso que permanezcamos en la luz para que el Señor sea honrado, para que nuestro testimonio sea creíble y nuestra conciencia se sienta a gusto. Si fallamos, la Palabra traza claramente el camino a seguir: reconocer la falta, humillarse delante de Dios y pedir perdón a aquel a quien se ha mentido.