La oración de Kepler

El astrónomo Kepler, en el momento en que dio el último toque a la obra en la cual expuso magistralmente sus hermosos descubrimientos, escribió la siguiente oración:

«Antes de dejar esta mesa en la cual he hecho todas mis investigaciones, no me falta más que elevar mis ojos y mis manos al cielo y dirigir mi humilde oración al autor de toda luz. Oh Dios, quien, por las luces sublimes que has derramado sobre toda la naturaleza, elevas nuestros deseos hasta la divina luz de tu gracia, a fin de que un día seamos transportados a la luz eterna de tu gloria, a ti te doy gracias, Señor y Creador, por todos los gozos que he sentido en los éxtasis a los que me llevó la contemplación de la obra de tus manos. He terminado este libro que contiene el fruto de mis trabajos, para elaborar los cuales he puesto toda la suma de inteligencia que me has dado. He proclamado ante los hombres toda la grandeza de tus obras, les he explicado los testimonios de ellas tanto como mi espíritu finito me ha permitido abrazar su extensión infinita. Si me hubiese ocurrido a mí —gusano despreciable, concebido y nutrido en el pecado— decir algo indigno de ti, házmelo saber, para que yo pueda borrarlo. ¿Me he dejado llevar por las seducciones de la presunción ante la admirable hermosura de tus obras? ¿Me he propuesto mi propia fama entre los hombres redactando este libro que debería ser consagrado enteramente a tu gloria? ¡Oh, si fuera así, concédeme esta gracia: que la obra que acabo de terminar sea por siempre impotente para hacer el mal, pero que contribuya a tu gloria y a la salvación de las almas!»

Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo:
¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”

(Salmo 8: 3-4)