Las miradas de la fe

Fragmentos de cartas

A veces nos parece que gozamos de mucha gracia y energía; no obstante, cuando llega la prueba, comprobamos que todo eso desaparece aprisa, como paja llevada por el viento. Así somos llevados a aprender lecciones humillantes.


 

Estoy seguro de que algunos de nosotros estamos más dispuestos a mirar la muerte en Adán que la vida en Cristo, es decir, la ruina y los males que entraron en el mundo por medio del hombre más bien que la liberación introducida por el segundo hombre.

Llevamos en nosotros lo que a la vez tiene relación con la corrupción y con la gloria. Lázaro, el mendigo, es una ilustración de ello. Hubo para él un tiempo en el que, sentado a la puerta de un rico, los perros lamían sus llagas; pero, más tarde, los ángeles le llevaron a lo alto, al escenario glorioso (Lucas 16:19-31). Este pensamiento es alentador, pues nos ayuda a apartar nuestras miradas de lo que es corruptible para fijarlas en lo que es glorioso. Pero Jesús resucitado llama nuestra atención y hacia él se vuelven las miradas de la fe.


 

Nos agrada hablar juntos de Aquel que nos une los unos a los otros.

Es algo muy triste sentir el corazón indiferente y frío: su incapacidad para comprender, su falta de vida, su alejamiento del Amado, sí, desgraciadamente todo eso es conocido y experimentado a diario. Dejamos que el Espíritu obre muy poco en lo íntimo de nuestras almas. Me temo que nos demos un poco de prisa para captar sólo el conocimiento, sin dejar que el alma sea influida por él. Más vale que el corazón sea conmovido por una sola verdad y no que el espíritu esté abarrotado de muchas verdades.


 

¡Qué gozo indecible tendremos en la presencia del Señor; nada podrá interrumpirlo! El pensamiento de cada miembro de esta innumerable compañía será que él pertenece a Cristo. “Yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento” (Cantares 7:10).

El hecho de ser de Cristo será entonces motivo de un gozo profundo y sin mezcla, pero ¿no debería ser así ahora? El objeto que absorberá completamente las miradas de los creyentes por medio del Espíritu será Cristo; estar siempre con él, verlo, echar sus coronas a sus pies, rendirle el profundo homenaje de sus corazones al unísono, diciendo al cantar: “Digno eres... porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes” (Apocalipsis 5:9-10).

El poder de la resurrección de Cristo será aplicado a los cuerpos de sus santos; serán resucitados porque él fue resucitado, porque ellos tienen Su vida y el Espíritu mora en ellos; serán presentados en la perfección de esta vida, en su pleno triunfo sobre la muerte y sobre aquel que detentaba el poder de ella, serán resucitados, no para juicio (el que ha pasado para ellos, puesto que Cristo lo soportó por ellos), sino porque pertenecen a Cristo.

Cristo resucitado es las primicias y la garantía de esta abundante cosecha.

Él era la primera gavilla presentada a Jehová (Levítico 23:11), el modelo y la garantía de la cosecha que entonces será recogida en el granero de Dios; ellos serán resucitados y presentados con él en la gloria. Él mismo es la expresión de la gloria, y ellos están en él. El polvo de ellos será reanimado por medio de la vida divina; la debilidad será transformada en poder; la corrupción en incorrupción; la deshonra en gloria; el cuerpo natural en un cuerpo espiritual que llevará la imagen del celestial como habrá llevado la del terrenal.

“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” ¡Ha desaparecido! “¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55). El sepulcro está vencido.

El triunfo es total, completo, eterno. Satanás está aplastado para siempre bajo los pies de los santos.

Ellos comparecerán ante el tribunal de Cristo para recibir las recompensas del reino, pero comparecerán allí como santos glorificados. No tendrán ninguna mancha de pecado; la maldición habrá sido quitada hasta el último vestigio; el oprobio de Egipto ya no existirá. La muerte del Cordero inmolado será un tema de meditación a la luz de la gloria y en la presencia de Dios.

Puede ser que la tierra continúe su camino y el mundo sus proyectos, como ocurrió cuando la luz fue oscurecida por las tinieblas de la cruz; la religión del mundo también podrá continuar, con objetivos en los que Dios no figura para nada, hasta que el juicio rompa el encanto de la ilusión y ponga fin al ensueño. Entonces los hombres despertarán en presencia de la terrible realidad: caerán entre las manos del Dios vivo.

La luz de Dios habrá encontrado su propia esfera con el fin de reflejar en ella el esplendor particular de cada uno. Todos brillarán en el firmamento y resplandecerán como el sol en el reino de su Padre, estando con aquel que es el sol y el centro del sistema celestial que ninguna nube de incredulidad o de duda podrá oscurecer. Estarán con Cristo en sus procedimientos relativos a los consejos de Dios respecto a los cielos arriba o a la tierra abajo. En presencia de su gloria serán irreprochables y se regocijarán. Luego, cuando Cristo asuma su gran poder en su reino, llevando el cetro de una justa supremacía sobre una tierra juzgada y renovada, estarán con él.

Cuando el reino llegue a su fin y él lo entregue al Padre, él morará con ellos. En el nuevo cielo y la nueva tierra morará la justicia. Los santos estarán con él. Ellos son la porción presente y eterna de Cristo; el lugar de ellos es estar “siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17). Ya sea en el reino, o en el nuevo cielo y en la nueva tierra, gozarán del reposo de Dios con perfección y darán testimonio de su gloria en la esfera de exaltación en la que la gracia les habrá puesto, esfera para la cual ella gracia les habrá formado.


 

Nuestra esperanza no es ni el juicio, ni el reinado con poder; tampoco lo es la restauración de Israel o la liberación de la creación actualmente sujeta a esclavitud (cosas éstas que son verdaderas en su debido lugar), sino que esperamos del cielo al Hijo de Dios. Él viene, no solamente para cumplir la profecía, sino con el fin de cumplir la promesa: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). Esto es lo que espera el creyente.

La restauración de Israel, al igual que la liberación de la creación, debe esperar a que hayan sido arrebatados “los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:23). Cuando el Señor Jesús haya reunido a los suyos con él en el cielo, asegurará el cumplimiento de su palabra profética acerca de la tierra y liberará a la creación, introduciéndola en la libertad de la redención. Tal perspectiva es suficiente para conmover el corazón y el afecto.

Esta promesa muy conocida es digna de ser conservada en lo más íntimo de nosotros: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20). Sí, él viene con el fin de tomar posesión de lo que compró por precio y de rodearse de los trofeos del amor redentor.

La voluntad del Padre estará completamente cumplida gracias a la resurrección y la glorificación de aquellos que eran los objetos de esa voluntad, para lo cual fueron salvados. Nuestras necesidades no eran la causa inicial; Dios es glorificado en la redención que él cumplió, y los objetos de su amor están preparados para la gloria que les espera. Ellos estarán en la pura y radiante luz de la justicia divina, y se sentirán muy a gusto allí. Estarán vestidos con el ropaje de la justicia divina; es el que conviene a tal ocasión.

Dios, descansando en la satisfacción del amor todopoderoso, recibirá los redimidos. Su inmediata presencia será el reposo de ellos. Dios y el Cordero serán la luz y el templo de ellos; Dios mismo morará con ellos; serán su pueblo y él será su Dios (21:3).

¡Qué perspectiva maravillosa! La sola anticipación de tal esperanza eleva nuestros espíritus por encima de las nubes y de la bruma de la tierra, pero necesitamos corazones purificados para que los rayos de esta gloria puedan penetrarlas y derramar su luz.

No debería ser tolerado nada que no estuviese en armonía con esta escena de santidad, nada que fuera capaz de oscurecer esta visión o hacerla confusa a nuestro afecto. Así el Espíritu Santo nos conducirá a ocuparnos en nuestro ser interior para desembarazarlo de todo lo que lo corrompe y para dejar penetrar en él la luz de un cielo nuevo que lo ilumina con su gloria.

¡Ojalá la expectativa de aquellos que se han vuelto de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero consista en esperar del cielo a su Hijo (véase 1 Tesalonicenses 1:9-10), teniendo el ojo sencillo, el corazón purificado, el bordón en la mano, los lomos ceñidos, listos para el momento en que se oiga el grito, preparados, sin tener que dejar algo que pudiese retrasar nuestro arrebatamiento o que no esté de acuerdo con este deseo: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).