Una alma agobiada, incómoda, poco satisfecha, no es la de un cristiano muerto con relación al mundo, que viva únicamente para Cristo y que se considere a sí mismo como nada. ¡Qué bella y rica es la parte del cristiano fiel! La vemos en el Salmo 84, en el cual nos es presentado como un testigo que goza ya de los atrios de su Dios. Él atraviesa el valle de lágrimas, pero, con el alma llena de Aquel que lo es todo para él, goza de las perfecciones de su Salvador, colmado de sus bendiciones terrenales.
Estas bendiciones las vemos todavía mejor en el Salmo 1, en el cual el cristiano ocupa el lugar de siervo. Él es como árbol plantado junto a corrientes de aguas que da su fruto para los demás y todo lo que hace prospera. ¡Qué sensación de frescor brinda esta escena!
En el Salmo 23, el cristiano viene a ser el cordero llevado en brazos del buen Pastor, a salvo de las espinas y de las piedras del camino. Y tanto allí como en los otros pasajes, después de la copa rebosante, encontramos el fin glorioso y descansado, la meta alcanzada: la Casa del Padre.