En los primeros capítulos del evangelio de Mateo vemos al Señor, en medio de los judíos, dispensando a su alrededor su gracia y su poder para liberar a los hombres de los males que les dominaban. Curaba a los enfermos, alimentaba a los que tenían hambre, liberaba del poder de Satanás, perdonaba los pecados y resucitaba a los muertos. A cambio de ello, los hombres le combatían sin causa, le devolvían mal por bien y odio por amor (Salmo 109:5). “Se burlaban de él”, lo acusaban de expulsar a los demonios por medio del príncipe de los demonios y decían de él: “He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino” (Mateo 9:24, 34; 11:19).
Ante la contradicción de los pecadores, del odio que despreciaba su amor, de la maldad que rechazaba su bondad, ¿cómo obraba él? Frente a toda esta enemistad, leemos que él se consagraba a la oración (Salmo 109:4). En lugar de volverse contra sus oponentes y de injuriar a los que lo injuriaban, él se volvía hacia Dios en oración y se confiaba a Aquel que juzga justamente.
Así, en la admirable escena descrita en Mateo 11, la que resume los efectos de sus poderosas obras en medio de Israel, podemos ver cómo el Señor actúa cuando es despreciado y rechazado por los hombres. Se vuelve hacia el Padre en oración y dice: “Sí, Padre, porque así te agradó” (v. 26). Se somete completamente a la voluntad del Padre y todo lo toma de su mano. Entonces, teniéndolo a él mismo como el ejemplo perfecto, le oímos decir: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí” (v. 29). En la Escritura, el yugo siempre es una imagen de la sumisión a la voluntad de otro. Desde el principio hasta el final de su maravilloso camino a través de este mundo, el Señor, como Hombre perfecto, estaba ahí para hacer la voluntad del Padre. A su venida al mundo pudo decir: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Al atravesar este mundo, pronunciaba estas palabras: “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. Y en otro lugar: “Yo hago siempre lo que le agrada”. Al dejar este mundo, ora, teniendo ante sí la cruz: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Hebreos 10:7; Juan 6:38; 8:29; Lucas 22:42).
Nuestras circunstancias ordinarias, aunque a veces nos resulten penosas y nos pongan a prueba, ¿qué son al lado de aquellas que el Señor debió enfrentar? Pero, sean como fueren, somos exhortados a tomar el yugo del Señor y someternos apaciblemente a lo que el Padre quiere. Jesús añade: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Él no era solamente manso y humilde en su conducta, sino que era manso y humilde de corazón. El comportamiento exterior, tal como los hombres pueden verlo, es relativamente fácil de manifestar, pero el estado interior, aquel que sólo el Señor discierne, no puede ser conseguido más que volviéndose hacia él por medio de la oración y la sumisión a la voluntad del Padre. Por naturaleza no somos ni mansos ni humildes. En lugar de ceder con mansedumbre ante los demás, de buena gana nos imponemos y, en lugar de tener una humilde opinión de nosotros mismos, somos naturalmente propensos a darnos importancia.
Todas estas tendencias naturales de la carne encuentran su lugar en la muerte, y el Señor nos toma entonces en su escuela, diciéndonos: “Aprended de mí”. Si le miramos y admiramos sus caracteres maravillosos, somos insensiblemente transformados a su imagen (2 Corintios 3:18). Moralmente llegamos a ser como Aquel al que admiramos. Desgraciadamente, el hecho de que con tan poca frecuencia nos parezcamos a Cristo muestra demasiado claramente cuán poco lo contemplamos, cuán poco aprendemos de él.
Si tomamos su yugo y aprendemos de él, encontraremos el reposo de nuestras almas. Hacer opresiva la posibilidad de encontrar duras circunstancias, irritarnos a causa de los insultos que pueden sernos arrojados a la cara, de la traición de falsos amigos, de la maldad de personas celosas, no traerá ningún reposo a nuestra alma. Si nos sometemos a lo que el Padre nos envía e imitamos el espíritu de Cristo con toda su calma y su humildad, gozaremos del descanso interior que siempre tuvo el Señor en un mundo sin reposo. Más aun, si tomamos sobre nosotros el yugo de Cristo, haremos la experiencia de que es fácil de llevar y que es liviana su carga. El Señor no nos pide que aprendamos lecciones sobrehumanas, pero sí que nos parezcamos a él sometiéndonos a la voluntad del Padre, con una mansedumbre que nos haga pensar en los demás y una humildad que nos induzca a no pensar en nosotros mismos.