Desde hace más de un siglo y medio, los habitantes de la isla de Madagascar tienen el privilegio de poseer la Biblia, la santa Palabra de Dios, en su propia lengua. Esta traducción de la Sagrada Escritura fue efectuada por misioneros evangélicos. Ella es notable —se nos dice— desde un punto de vista lingüístico y fue revisada en el año 1919.
La historia de esta traducción merece ser conocida. Fueron misioneros ingleses quienes, después de quince años de estudio de la lengua, sintieron la obligación de traducir e imprimir la Biblia completa. Encontraron dificultades extraordinarias y, cuando la reina Ranavalona —llamada la sangrienta— subió al trono, comenzó por expulsar a los misioneros.
En el año 1835 ya todos se habían ido, pero no sin dejar detrás de ellos varias centenas de ejemplares de la Biblia malgache y algunos cientos de indígenas que sabían leer. La persecución estalló entonces con todo su furor y duró veintiséis años.
Centenares de cristianos indígenas, acusados de rebelión contra la reina, fueron quemados, atravesados con lanzas o precipitados desde lo alto de las rocas de Ampamarina. Se les colgaba de una cuerda suspendidos sobre el abismo y, ante su última negativa a adorar a los ídolos, se cortaba la cuerda. Los soldados habían recibido orden de quemar todas las Biblias, pero algunos ejemplares escondidos en cavernas nunca fueron descubiertos. Los creyentes iban allí a leerlos y copiaban páginas enteras. En la actualidad se conservan cuidadosamente algunas de esas Biblias, testigos de esos tiempos heroicos.
Los misioneros, rechazados cada vez que intentaban penetrar en Madagascar, esperaban su oportunidad, algunos en Inglaterra, otros en la isla de la Reunión. Tan pronto como se enteraron de la muerte de la reina Ranavalona, llegaron a toda prisa, preguntándose qué iban a encontrar. En Tananarive fueron acogidos por seis mil cristianos. Mucho se regocijaron al ver que su empeñoso trabajo de traducción estaba recompensado. La Palabra de Dios había obrado por sí sola en los corazones de los indígenas y la sangre de los mártires había sido el medio por excelencia para que se multiplicaran los discípulos del Señor Jesucristo.
Amigo lector, si tiene usted el inmenso privilegio de poseer una Biblia —la buena Palabra de Dios— en su idioma y en su hogar ¿sabe aprovecharla leyéndola cuidadosamente cada día? Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). La Biblia es verdaderamente el alimento del alma del creyente. No descuidemos, pues, por ningún motivo, la cotidiana lectura de la Palabra de Dios.