María, la que ungió al Señor

Así es cómo la designa la Palabra. Ella, hermana de Lázaro —el muerto al que Jesús resucitó— era miembro de esa familia de Betania a la que Jesús amaba. A causa de lo que ella hizo, el título de “la que ungió al Señor con perfume” le es dado en Juan 11:2; está grabado en la Palabra y la identifica a través de los siglos en todo lugar donde el Evangelio es predicado, tal como el Señor lo anunció “para memoria de ella” (Mateo 26:13).

Cuando pensamos en esta María, la vemos a los pies del Señor (Lucas 10:39). Ella está en esa posición en cada una de las escenas que nos la presentan: sentada, escuchando la palabra de Jesús; llorando, de rodillas ante Aquel que era el único que podía consolarla por la muerte de Lázaro (Juan 11:32-33); prosternada en adoración al derramar sobre los pies del Señor el perfume que llenó toda la casa.

¿Qué había aprendido ella a los pies de Jesús? Lo que es el amor, lo que es la gracia, y sin duda también que el Señor iba a morir. Él había hablado mucho de su muerte a los discípulos y a las mujeres que lo acompañaban. Cuando éstas van al sepulcro con las especias aromáticas que habían preparado, los ángeles les recuerdan: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?... Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día. Entonces ellas se acordaron de sus palabras” (Lucas 24:5-8).

La María de la que hablamos no es nombrada con las otras mujeres. ¿Por qué? Podemos pensar que no estaba con las que traían las especias aromáticas; ella había anticipado el momento de ungir el cuerpo de Jesús para su sepultura, pues había derramado el perfume de nardo puro sobre él durante la cena de Betania. Las palabras del Señor que ella había oído sin duda las había guardado en su corazón, pero ¿hasta qué punto las había comprendido? Muy imperfectamente quizás; pero lo que ella había hecho al ungir al Señor era un acto de fe y de amor. La Palabra nos da maravillosos ejemplos en los cuales la fe eleva al creyente por encima de la inteligencia y de las consideraciones humanas y le hace cumplir actos que el hombre natural no puede comprender ni explicar. Ante el sepulcro de Lázaro, cuando Marta viene al encuentro del Señor, ella le dice: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará” (Juan 11:21-22). Parece que en estas palabras había como una esperanza de que su hermano le sería devuelto por el Señor. ¿Acaso ya no había resucitado muertos? No obstante vemos en Marta una falta de fe, pues cuando el Señor ordena que se quitase la piedra del sepulcro, ella intenta oponerse a ello: “Señor, hiede ya” (v. 39). Muy diferente es la actitud de María. Como su hermana, ella dice, es cierto: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v. 32), pero en seguida se echa a sus pies y, cuando Él habla, ella se calla y nada argumenta. Éste es uno de los caracteres de la fe. ¿No permanece ella frecuentemente silenciosa para esperar con confianza la respuesta del Señor, manteniendo los ojos fijos en él?

Durante la cena en la casa de Betania, preciosa escena de comunión de Jesús con sus discípulos, María es la única cuyos pensamientos concuerdan con los de su Señor; el amor, la fe, el corazón de ella están en armonía con esos pensamientos, mientras que los discípulos, indignados, la reprenden por su acto. Ella nada responde; el Señor mismo es quien no solamente asume su defensa sino que además da a este acto su precioso significado y da a comprender el precio que tiene para él (véase Juan 12:1-7).

En medio de un mundo que, después de haber despreciado y rechazado al Señor, va a crucificarlo y así colmar la medida de la maldad del hombre, en ese solemne momento una humilde mujer a los pies del Señor es la única alma que le rinde homenaje derramando sobre su cuerpo un perfume de nardo puro de mucho precio, cuyo olor llena la casa y sube hacia el cielo; ella expresa el valor que para sí tiene esa gloriosa Persona y, mucho más todavía, lo que es para Dios aquel que, con perfecta obediencia, lo ha glorificado y está a punto de cumplir, con un supremo amor, el sacrificio de su vida, el que concluirá de manera sublime y perfecta todos los eternos consejos de Dios.