Una salvación tan grande /6

El nuevo nacimiento

7. El nuevo nacimiento

“Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). El Señor mismo presentó este indispensable “nuevo nacimiento” al principio de su enseñanza. No es una obra exterior al creyente, como la justificación, sino una operación interior, imperativa al principio de la vida cristiana. Veremos más adelante otras operaciones interiores, como la vivificación o el don del Espíritu Santo.

Varias expresiones son empleadas por el Señor para evocar el nuevo nacimiento; habla de “nacer de nuevo”, de “nacer de agua y del Espíritu”, de “nacer del Espíritu”. Los apóstoles Pedro y Juan, quienes seguramente habían sido enseñados por boca del Señor sobre el tema, agregan otros complementos en sus epístolas. Pedro habla de “regeneración por la palabra de Dios”, Juan de “nacer de Dios”. Antes de considerar estas diferentes expresiones, veremos por qué este nuevo nacimiento es indispensable y analizaremos las alusiones que al respecto son hechas en el Antiguo Testamento.

Necesidad del nuevo nacimiento

Nicodemo formaba parte de aquellos que estaban convencidos de que Jesús era un maestro venido de Dios. Mientras algunos se contentaban con creer superficialmente, él dio un paso más y mostró su inquietud al procurar informarse personalmente mediante la enseñanza del Señor (Juan 2:23-25 y 3:1-2). Nicodemo era un jefe de los judíos, un “maestro de Israel”. No obstante, a pesar de sus cualidades, de sus títulos y de su pertenencia a la nación más favorecida, tuvo que oír cómo se le decía: “el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”.

La expresión griega traducida por nacido “de nuevo” (Juan 3:3) puede serlo también por nacido “de arriba” (3:31) o “desde su origen” (Lucas 1:3) . La respuesta de Nicodemo muestra, sin embargo, que él había captado sólo el primero de esos sentidos. Tenía necesidad de un nacimiento que fuese enteramente nuevo en su origen, pues, nada más que eso podía ser satisfactorio.

Nicodemo, a pesar de las ventajas de su ascendencia y de su persona, no podía satisfacer a Dios por sí mismo. Cuando el Señor afirma que sólo el nuevo nacimiento es suficiente, condena el estado natural del hombre. La naturaleza de Adán fue corrompida por su pecado, y toda la humanidad, generación tras generación, ha recibido esta naturaleza caída. La ceguera espiritual es una de las formas de esta corrupción. Somos incapaces de ver las realidades espirituales y en particular el reino de Dios. Cuando Jesús estaba en la tierra, este reino estaba presente en la persona del Rey, pero los hombres no supieron reconocerlo. En realidad, no podían verlo sin tener el nuevo nacimiento. Nicodemo sólo había visto en Jesús a un maestro; tenía necesidad de nacer de nuevo para discernirlo verdaderamente como Hijo de Dios. De igual modo, Jesús es un maestro religioso para los hombres de nuestra época, pues no disciernen a Dios en Él.

Si el nuevo nacimiento es indispensable para ver el reino de Dios, lo es más aun para poder entrar en él. El hombre natural no puede hacer nada en absoluto para lograrlo. Es una cuestión de naturaleza y, por lo tanto, de nacimiento. Lo que es nacido de la carne, carne es. La educación, la civilización o incluso la «cristianización» en nada cambian el problema: la carne permanece como es y no puede ser cambiada en espíritu. Sólo lo que es nacido del Espíritu es espíritu. No lo podemos encontrar fuera del nuevo nacimiento.

Imágenes del Antiguo Testamento sobre el nuevo nacimiento

Cuando Nicodemo muestra su total ignorancia respecto del nuevo nacimiento, Jesús le hace notar que eso es sorprendente. En efecto, esa enseñanza tiene sus raíces en la de los profetas. En particular, Ezequiel (cap. 36:24-27) muestra lo que Jehová hará cuando reúna a su pueblo Israel trayéndolo desde los lugares en los que está disperso. Derramará sobre ellos agua limpia y serán limpiados. Todas sus mancillas y su amor por los ídolos habrán desaparecido. Jehová les dará un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Esta purificación por el agua será tan radical que toda su naturaleza será cambiada. Se producirá una completa renovación moral. No una modificación de la naturaleza existente, sino el don de una naturaleza enteramente nueva: un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Serán cambiadas sus aspiraciones, desearán instintivamente lo que es de Dios. Jehová pondrá su Espíritu en ellos, quienes andarán con obediencia y habitarán en el país. Verán el reino de Dios y entrarán en él.

Esta profecía de Ezequiel en relación con las aguas puras que Jehová derramará sobre su pueblo nos lleva al libro de los Números, en el cual dos veces se trata de derramar agua. Cuando un israelita se había contaminado, debía ser purificado con “el agua de la purificación”; los levitas, a su vez, eran purificados con “el agua de la expiación” (o “de la ofrenda por el pecado”; V.M.) (Números 19:11-13; 8:7). El agua de la purificación estaba mezclada con cenizas de una “vaca alazana”, ofrecida en sacrificio por el pecado, sobre la cual era vertida agua corriente. Las cenizas evocan la muerte de Cristo y el agua viva al Espíritu Santo.

Nacer de agua y del Espíritu

Después de haber mostrado a Nicodemo la absoluta necesidad del nuevo nacimiento, el Señor precisa por qué medios se lo obtiene: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).

Las discusiones sobre el significado de la palabra “agua” han sido numerosas. Estimamos que debe ser encontrado en las imágenes del Antiguo Testamento que acabamos de recordar: el “agua limpia”, de Ezequiel, “el agua de la purificación” y “el agua de la expiación” del libro de los Números. Éstas nos hablan de la muerte de Cristo, no de su valor para Dios, sino de su acción sobre el hombre. Es la Palabra de Dios la que trae al alma la muerte de Cristo con su poder separador y purificador.

Las palabras del Señor confirman en otros capítulos esta interpretación que ve en el agua el símbolo de la Palabra de Dios. Dice él: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:3). Cuando lava los pies de sus discípulos, muestra que hace falta haber sido lavado una vez enteramente para estar “todo limpio” (13:10-11), probable alusión al nuevo nacimiento.

Una confirmación suplementaria aparece en Efesios 5:26, donde el agua y la Palabra aparecen como idénticas.

Para entrar en el reino de Dios hace falta, pues, haber nacido de la Palabra de Dios y del Espíritu. La Palabra aporta la virtud purificante de la muerte de Cristo y el Espíritu la aplica al alma. La Palabra es el medio utilizado y el Espíritu es aquel que la utiliza.

El Señor le habla a Nicodemo una sola vez acerca de la acción del agua. Más bien insiste sobre “ser nacido del Espíritu” para mostrar que se trata de una cuestión de naturaleza. Cualquiera que es nacido de nuevo, en realidad es nacido del Espíritu. Adquiere una naturaleza espiritual, divina, y lleva los caracteres de ella.

Regenerado (o renacido) por medio de la Palabra de Dios

El apóstol Pedro insiste sobre la acción de la Palabra: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad... siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:22-23). Puesto que hace falta la obediencia, nuestra responsabilidad está implícita en tal purificación. Sin embargo, esta última no está ligada a nuestras capacidades, sino que se efectúa por el trabajo que hace en nosotros la Palabra de Dios, esta simiente incorruptible que nos comunica una naturaleza divina.

“La sangre preciosa de Cristo” nos ha rescatado (1:18-19). Es una acción ante Dios, exterior a nosotros. En cambio, la Palabra ha obrado en nosotros y nos ha purificado. Ella nos ha comunicado la naturaleza divina, caracterizada a la vez por la vida, la eternidad y la incorruptibilidad.

El nuevo nacimiento es necesario a causa de nuestra naturaleza corrompida. No era suficiente que una obra fuese hecha a nuestro favor, como en los casos de la justificación y la reconciliación. Hacía falta nada menos que un trabajo de purificación moral, una regeneración respecto a nuestro estado de corrupción y el don de una nueva naturaleza que brotara de una fuente incorruptible y divina. Como descendientes de Adán, somos nacidos de una simiente corruptible y, de hecho, corrompida. Ahora, como hijos de Dios, somos nacidos de nuevo, regenerados por una “simiente incorruptible”, la viva y permanente Palabra de Dios.

En la epístola a Tito encontramos la expresión “el lavamiento de la regeneración” (Tito 3:5). El vocablo traducido por “regeneración” se encuentra dos veces en el Nuevo Testamento (Mateo 19:28 y Tito 3:5). Evoca un nuevo orden de cosas, como el del milenio. “El lavamiento de la regeneración” corresponde al nuevo nacimiento y recuerda el “agua limpia” del pasaje de Ezequiel. Además, está asociado a la acción del Espíritu, puesto que se añade la expresión: “y por la renovación en el Espíritu Santo”.

No es necesario esperar la “regeneración” —es decir, el milenio— a fin de aprovechar el lavamiento necesario para entrar. Este lavamiento ya había alcanzado individualmente a los cretenses que se habían vuelto hacia el Señor. Estaban purificados y podían vivir “sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Igualmente aprovechamos este lavamiento los que somos regenerados por la Palabra de Dios.

Nacido de Dios

En su primera epístola, el apóstol Juan siempre se remonta a los principios esenciales. Afirma: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). No se menciona ni el medio empleado —la Palabra de Dios— ni el agente —el Espíritu Santo— que efectúa el trabajo en el alma. La atención recae enteramente sobre Dios mismo como fuente de todo. Dado que somos nacidos de Dios, participamos de su naturaleza, exenta de pecado, la cual habita en nosotros. Aquel que es nacido de nuevo es presentado como incapaz de pecar, sencillamente porque es nacido de Dios.

El apóstol Juan considera al creyente de manera abstracta al poner en evidencia el carácter esencial de la nueva naturaleza. Puede hablar así puesto que realmente seremos sin pecado cuando Dios haya acabado su obra en nosotros. El último rasgo de nuestra naturaleza caída habrá desaparecido cuando nuestros cuerpos sean glorificados. El apóstol Juan considera también al creyente desde el punto de vista práctico e insiste sobre el hecho de que tenemos el pecado en nosotros y que efectivamente pecamos (1:8 a 2:2). Esta presentación más práctica es naturalmente muy necesaria, pero el punto de vista abstracto no lo es menos. Permite entender los principios divinos y en particular el hecho de que la nueva naturaleza en nosotros no puede pecar en absoluto.

Esta naturaleza no es solamente sin pecado, sino que ella abarca caracteres más positivos. Ella es justa, amante, obediente, se distingue por la fe y por la victoria sobre el mundo (2:29; 3:10-11; 5:1; 5:4).

El nuevo nacimiento y la fe

Como el nuevo nacimiento es una operación divina, ¿cuál es la responsabilidad del hombre en esta última? Esta difícil cuestión ha sido debatida con frecuencia. Se trata concretamente de conciliar en nuestros espíritus la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre. No es el razonamiento el que nos ayudará a hacerlo, sino la sumisión a la Palabra de Dios. Varias veces ésta declara simultáneamente que Dios es soberano y el hombre responsable. Debemos simplemente aceptar estas dos afirmaciones sin ser turbados por el hecho de no llegar a hacer una perfecta síntesis de ellas. De la misma manera, no llegamos a explicar que el Señor Jesús sea a la vez perfectamente Dios y hombre, sin que ello nos inquiete excesivamente.

Si consideramos el lado divino de las cosas, el nuevo nacimiento es el resultado del trabajo soberano de Dios en nosotros. Estábamos en un estado de muerte espiritual; por eso no habría habido ninguna esperanza para nosotros si Dios no hubiera emprendido el trabajo. En la historia de la salvación, Dios es quien empezó a obrar y no el hombre.

En su soberanía, su sabiduría y su presciencia, él tomó la iniciativa por cada uno de nosotros. Su Espíritu empezó a obrar en nuestros corazones, como ocurrió en la creación, cuando se movía sobre la faz de las aguas. Esta primera acción divina en el hombre aún no es el nuevo nacimiento, el que es algo más grande y completo. El Espíritu debe continuar obrando y purificando, pero esta operación del Espíritu no puede ser entendida por la inteligencia humana. Es como el viento, al que no podemos asirlo con la mano (Juan 3:8).

La responsabilidad del hombre también tiene su parte en el nuevo nacimiento, el que no se limita a un simple trabajo del Espíritu en él. Él es el resultado de la predicación y de la recepción del Evangelio. “Siendo renacidos... por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre... Y ésta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (1 Pedro 1:23, 25). El Evangelio es presentado a hombres tenidos por responsables de la facultad de escoger y les invita a creer y a arrepentirse.

Después de haber mostrado a Nicodemo que le es necesario nacer de nuevo, el Señor lo pone sobre el terreno de su responsabilidad. Le habla de la necesidad de recibir su testimonio, es decir, de creer. “¿Cómo creeréis si os dijere las (cosas) celestiales?” (Juan 3:12). ¿Va el hombre a aceptar la revelación divina? He aquí la verdadera pregunta con inmensas consecuencias, pues “todo aquel que en él cree” tiene vida eterna (v. 16). De modo que el nuevo nacimiento está directamente asociado a la fe. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios...; ha sido engendrado por él” (1 Juan 5:1).

Hijos de Dios

Por el nacimiento natural, un niño viene al mundo y vive. Igualmente, por el nuevo nacimiento, viene a ser hijo de Dios y posee la vida eterna. En efecto, la Palabra declara: “A todos los que le recibieron (a Cristo), a los que creen en su nombre, (Dios) les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales... son engendrados... de Dios” (Juan 1:12-13). De esta manera, aquellos que creen son hijos de Dios. Es un nuevo estado, y es también un título de nobleza que Dios les da el derecho de lucir.

¡Cuántas bendiciones presentes y futuras proceden del nuevo nacimiento! El Espíritu da la certidumbre de éste (Romanos 8:16) y nos permite gozar desde ahora de estas bendiciones. Como el amor de Dios es la base de todo, el apóstol Juan exclama —y cada uno de nosotros puede hacer lo mismo—: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).

 

Pregunta 1

¿Cuál es la diferencia entre la purificación por la sangre de Cristo (1 Juan 1:7) y la purificación por la Palabra de Dios?

“La sangre es la vida” (Deuteronomio 12:23). La sangre de Cristo es su vida santa entregada a fin de morir por nosotros. Por ese medio somos judicialmente purificados ante Dios. Es un hecho exterior a nosotros.

La purificación cumplida con el nuevo nacimiento es obrada en nuestro interior, por medio de la Palabra de Dios, representada por el agua. Esa Palabra nos da una nueva naturaleza y modifica nuestro comportamiento. Ella nos purifica moralmente.

Tenemos necesidad de ambas purificaciones y a ambas las tenemos por gracia de Dios.

Pregunta 2

Diferentes expresiones han sido puestas ante nosotros: “nacido de nuevo”, “nacido de agua y del Espíritu”, “nacido de Dios”. ¿Son todas ellas equivalentes?

Pensamos que todas estas expresiones se refieren a la misma obra de Dios, efectuada en nosotros por su Espíritu. Nada en la Biblia permite pensar que existan dos formas diferentes de “nuevos nacimientos”, como si, por ejemplo, alguien pudiese “nacer de nuevo” según Juan 3 y no “nacer de Dios” según 1 Juan 3.

No obstante, cada una de estas expresiones tiene su propio significado y su propia fuerza. La primera acentúa el carácter nuevo y original del nacimiento; la segunda, los medios empleados; la tercera nos presenta la fuente de la cual todo procede.