Los mandamientos de Dios

Introducción

El Antiguo Testamento, revelación divina dada a Israel, contenía una multitud de mandamientos que tenían el propósito de gobernar el comportamiento de los que estaban “bajo la ley”, y darles una conducta conforme al pensamiento de Dios. Como hemos podido comprobar más de una vez, estos mandamientos no lograron su propósito. Solo evidenciaron la incapacidad del hombre natural para hacer el bien, su voluntad constantemente opuesta a la de Dios, y la enemistad de su corazón contra Dios.

Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo para redimir al hombre de su estado de perdición (véase Gálatas 4:4). En la cruz, Jesús hizo todo lo que era necesario para nuestra salvación. Aquel que cree en él tiene vida eterna, es justificado ante Dios. Y no solamente sus pecados son perdonados, sino que recibe una nueva naturaleza para la cual la voluntad de Dios no es una carga.

Entonces ¿qué ocurre con los mandamientos de Dios? ¿Están aún vigentes en el Nuevo Testamento? Recordemos primero que las nociones del bien y del mal están definidas por el pensamiento de Dios, “en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17). Lo que es malo en una época no puede ser bueno en otra. En lo que concierne más precisamente a los mandamientos, el Señor Jesús nos da una maravillosa y completa enseñanza en el evangelio de Juan. Por un lado, nos revela cómo él, el hombre perfecto, guardó los mandamientos de su Padre. Y por otro lado, insta a sus discípulos a que guarden sus mandamientos, siguiendo su ejemplo.

Jesús y los mandamientos de su Padre

En el capítulo en el cual el Señor se presenta como el Buen Pastor que pone su vida por las ovejas, leemos: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18).

El uso de la palabra “mandamiento” puede parecer sorprendente aquí, a causa del alcance de esta palabra. Es la expresión de la voluntad de Dios en relación con la obra de la redención. “Entrando en el mundo”, Jesús dijo: “He aquí que vengo… para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:5-7). “En esa voluntad somos santificados” (v. 10). En cada detalle de su camino en la tierra, y hasta su muerte en la cruz, el Señor cumplió de manera perfecta la voluntad de su Padre. Le agradaba cumplirla, costara lo que costara. Su voluntad quedaba siempre sometida a la de su Padre que lo había enviado (véase Lucas 22:42; Juan 4:34; 5:30; 6:38).

En estos versículos de Juan 10, Jesús se presenta a la vez en su divinidad y en su humanidad, y estamos puestos frente a un cuadro que nos sobrepasa infinitamente. Como Hombre, va a poner su vida. Pero es Dios, y por consiguiente está por encima de todas las acciones de los hombres que lo harán morir. Pone su vida por sí mismo. Pero luego volverá a tomarla, según su poder divino. Sin embargo, este poder de poner su vida y de volverla a tomar, va a ejercerlo en sumisión a su Padre, de quien ha venido a cumplir la voluntad. “Este mandamiento recibí de mi Padre”.

Notemos las palabras con las que el Señor introduce esta declaración: “Por eso me ama el Padre…”. El Padre ama al Hijo desde antes de la fundación del mundo (véase Juan 17:24). Pero Jesús proporcionó a Dios razones adicionales para amarlo al entregarse a sí mismo por nosotros, cumpliendo toda la voluntad de Dios en una perfecta abnegación.

Un poco más adelante en el evangelio, al echar un vistazo a todo su servicio, el Señor dice: “Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho” (Juan 12:49-50).

Aquí vemos juntas las dos expresiones “dar mandamiento” y “mandamiento”.

En este evangelio, Jesús afirma varias veces que todo lo que hace y todo lo que dice, lo realiza en dependencia y en sumisión a su Padre (véase Juan 5:19, 20, 30; 8:28; 14:10). En cada instante de su vida en la tierra, el Señor estuvo atento a las instrucciones divinas. El Padre mandó al Hijo lo que había de decir, y lo dijo fielmente. El propósito del mensaje que Dios le había dado para los hombres era la vida eterna. Era la sustancia de su mandamiento. Y así, “su mandamiento es vida eterna”.

Ahora llegamos a un pasaje en el que la palabra “mandamientos” está en plural. En el centro de sus discursos de despedida a sus discípulos (cap. 13 a 16), Jesús les dice: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:10).

El Señor coloca su ejemplo ante nosotros y nos invita a seguirle. Él mismo guardó los mandamientos de su Padre, y así permanece en su amor, en el gozo de su amor.

Notemos que aquí no se trata de una lista de mandamientos, todos los cuales habían sido guardados fielmente. Se trata de la actitud de dependencia y de obediencia del Señor, quien no dice una palabra y no realiza una obra si el Padre no le ha dado mandamiento de hacerlo. Este es el modelo que está puesto ante nosotros.

Los mandamientos de Jesús

El versículo arriba citado hace la conexión entre los mandamientos del Padre que Jesús guardó y sus mandamientos que quiere que guardemos. El paralelismo está establecido por las palabras “así como”.

Podemos gozar realmente del amor del Señor solo guardando sus mandamientos. Si hacemos nuestra propia voluntad, si andamos por un camino que no honra al Señor, nuestra conciencia no está a gusto y no podemos gozar de su amor. Desea que no haya ninguna sombra entre él y nosotros. Así, nuestros corazones podrán estar llenos de él y calentados por su amor.

Claro, está nuestra flaqueza y ¡por desgracia! nuestras faltas. Pero para esto también están los recursos divinos.

El Nuevo Testamento no nos proporciona una lista de mandamientos, que podrían llevarnos a estar satisfechos con nosotros mismos cuando tenemos la impresión de haberlos guardado. Nos enseña a discernir el bien y el mal, y nos instruye a buscar la voluntad del Señor en todas las cosas.

El paralelo entre el Señor y los suyos se completa en el versículo 11: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”. En el cumplimiento de la voluntad de Dios, el Señor realizó un gozo profundo, a pesar de todos los sufrimientos que padeció. Este gozo estará en nosotros si seguimos su ejemplo.

En el capítulo 14, el Señor ya dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (v. 15). En el versículo considerado anteriormente, guardar los mandamientos de Jesús era el medio para permanecer en su amor. Aquí es el medio para mostrar que le amamos.

El Señor lo repite un poco más adelante, y completa su declaración, hablando del amor particular del que disfruta aquel que guarda sus mandamientos y su palabra: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él… El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14:21-23).

“Yo le amaré”, “mi Padre le amará”. ¡Qué palabras! Recibámoslas en su sencillez. ¡Qué estímulo para guardar sus mandamientos, para guardar su Palabra! Sus mandamientos, son la expresión de su autoridad sobre nosotros; su Palabra, es el conjunto de todas sus comunicaciones. En la medida en la que guardamos esta Palabra en nuestro corazón, será calentado por el amor de Jesús y el amor del Padre, y gozaremos de la presencia de Jesús y de la del Padre. No es en un camino de independencia y de propia voluntad que podremos gozar de él, ni tampoco si nuestro corazón no está alimentado por la Palabra divina.

El mandamiento supremo de Jesús

Hasta ahora hemos visto “los mandamientos” de Jesús, la expresión de su autoridad sobre los que redimió, para que sigan sus pisadas en las innumerables circunstancias de su vida. Sin embargo, entre todos los “mandamientos” que puede darnos, hay una recomendación sobresaliente, esencial, que pone sobre el corazón de sus discípulos en el momento en que va a poner su vida por ellos. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). Aquí el amor es el objeto del mandamiento, un amor que es el reflejo del amor de Cristo para con los suyos. Será un poderoso testimonio ante el mundo. ‟En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (v. 35). Las formas bajo las cuales este amor ha de manifestarse son muy diversas —como lo muestra el ejemplo del Señor— y su medida es infinita.

Este mandamiento es “nuevo”. No es la sencilla repetición del mandamiento de la ley: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Es un amor conforme al de Jesús para con los suyos.

Un poco más allá en su discurso, el Señor repite este mandamiento, precisando cómo su amor para con los suyos se demostrará: Pondrá su vida por ellos. “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:12-13). He aquí la medida del amor que sus discípulos han de tener el uno para con el otro.

En cada uno de los versículos 13, 14 y 15, el Señor llama a los suyos “sus amigos.”

  • En el versículo 13, citado arriba, son aquellos a quienes ama y por quienes pone su vida.
  • En el versículo 14, dice: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando”. El versículo anterior hablaba de la gracia infinita de Jesús, y este evoca nuestra responsabilidad. La gracia y el amor de los cuales somos los objetos no quitan nada a nuestro deber de obediencia. Es nuestro Salvador, pero también es nuestro Señor, aquel que tiene toda autoridad sobre nosotros, el que nos “manda” lo que tenemos que hacer.
  • En el versículo 15, Jesús precisa: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”. Esta declaración evoca el cambio de la época (o dispensación) de la ley a la de la gracia. Lo que Dios espera de nosotros, no es una obediencia ciega a mandamientos de los cuales no captamos el alcance. Nuestro discernimiento espiritual tiene que estar ejercitado para que entendamos cuál es la voluntad del Señor y para que la cumplamos (Efesios 5:17).

En su discurso de despedida a los discípulos, el Señor les confirmará una vez más lo que más arriba llamó “su mandamiento”. “Esto os mando: Que os améis unos a otros” (Juan 15:17).

Los mandamientos y el amor

Todas estas enseñanzas del Señor que conciernen su o sus mandamientos están íntimamente vinculadas con el amor. Guardar sus mandamientos

  • nos permite permanecer en el gozo de su amor (15:10),
  • es el único medio para mostrar que le amamos (14:15, 21),
  • hace de nosotros los objetos particulares de su amor y del amor del Padre (14:21-23).

Su mandamiento supremo es que nos amemos el uno al otro, como él mismo nos amó (13:34; 15:12, 17).

Somos sus amigos si hacemos todo lo que nos manda (15:14).

Conclusión

Los mandamientos de la ley se dirigían al pueblo de Israel entero que comportaba hombres que temían a Dios y hombres en quienes no había fe. En cambio, los mandamientos del Nuevo Testamento se dirigen a los creyentes, a hombres que nacieron de nuevo y poseen una nueva naturaleza, para la cual estos mandamientos ‟no son gravosos” (1 Juan 5:3). No se dirigen al mundo. El mundo está juzgado, la ejecución de su juicio está cercana, y el Evangelio llama a los hombres a venir a Cristo para hallar la salvación. El Evangelio no predica a los hombres la obediencia a los mandamientos de Dios, sino la gracia de Dios que salva a los pecadores.

Para los israelitas, los mandamientos de la ley estaban prescritos en vista de obtener algo. La vida, la bendición, la prosperidad les estaban prometidas, siempre que guardaren los mandamientos de Dios (Deuteronomio 8:1; 11:8, 9; 30:16). En gran contraste, Dios da ahora a los que creen en Jesús una salvación gratuita, la vida eterna, la justicia, el derecho de ser hijos de Dios y una plenitud de bendiciones en Cristo. Estos dones son incondicionales.

Jesús pide a sus redimidos que guarden sus mandamientos, pero esto debe ser la respuesta de amor de sus corazones a su amor que lo llevó a poner su vida por ellos.

Los mandamientos de la ley constituían un conjunto de obligaciones y de interdicciones que fijaban límites dentro de los cuales la libertad humana podía desplegarse. Es un poco sobre este modelo que se construyeron las leyes de nuestros países. La libertad cristiana es algo muy distinto. Es una liberación de la esclavitud del pecado y de Satanás para que sirvamos a Dios de corazón. Hace del redimido un siervo del Señor, feliz buscando en todas las cosas su voluntad y cumpliéndola. Los mandamientos del Señor —expresión de su autoridad sobre nosotros y de su voluntad— no podrían estar presentados en forma de una lista de cosas obligatorias o prohibidas. Conciernen la totalidad de la vida de aquellos que “ya no viven para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).

En todo esto ¡cuán lejos estamos de lo que Pablo llama: “la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas” (Efesios 2:15), y Pedro: “un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar” (Hechos 15:10)!

Pero no olvidemos que ya hubo, en tiempos de la ley, hombres fieles que amaron la Palabra de Dios y que la guardaron en sus corazones. Podemos pensar en David, en Esdras y en muchos otros. En cierta medida, su fe sobrepasó lo que caracterizaba la dispensación de la ley.