“Estaba entonces enfermo uno llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María
y de Marta su hermana (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo,
fue la que ungió al Señor con perfume, y le enjugó los pies con sus cabellos).
Enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús:
Señor, he aquí el que amas está enfermo.
Oyéndolo Jesús, dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios,
para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.”
(Juan 11:1-4)
Estas dos hermanas, al pasar por su prueba, se volvieron hacia la verdadera fuente: su divino amigo, Jesús, quien era para ellas un verdadero refugio, así como lo es para todos los suyos en la prueba, estén donde estuvieren y sean quienes fueren. “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15). Con frecuencia nos sentimos desilusionados cuando, en la necesidad o la dificultad, nos volvemos hacia la criatura en procura de ayuda o simpatía; sus fuentes con frecuencia están secas y su sostén cede. Nuestro Dios nos hará comprobar la vanidad y la locura de querer confiar en la criatura, como así también la locura de poner toda esperanza en lo humano y terrenal. Por otra parte, nos demostrará, de forma conmovedora y evidente, la verdad de su Palabra: “No se avergonzarán los que esperan en mí” (Isaías 49:23).
No —bendito sea su nombre—, Dios jamás le falla a un corazón que confía en él. No puede negarse a sí mismo. Le agrada aprovechar nuestras necesidades, nuestros males y debilidades para aplicar sus tiernos cuidados y su solicitud en favor de los suyos. Al mismo tiempo nos enseñará la esterilidad de los remedios humanos. “Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada” (Jeremías 17:5-6).
Así será siempre. Decepción, esterilidad, desolación, son los seguros resultados de la confianza puesta en el hombre. Pero, por otra parte —y el contraste es digno de destacar—, “bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto” (Jeremías 17:7-8).
Tal es la constante enseñanza de la Escritura en cuanto a los dos aspectos de esta cuestión práctica. Es un error fatal esperar en el hombre, así sea el mejor; eso es depender, directa o indirectamente, de “cisternas rotas que no retienen agua” (3:13). Pero el verdadero secreto de la bendición, de la fuerza y de la consolación es apelar a Jesús, recurrir con fe simple al Dios vivo, quien se complace en corresponder a aquellos que le temen y que esperan en su bondad. Él socorre a quien está necesitado.
Las hermanas de Betania hicieron, pues, lo justo al dirigir a Jesús este conmovedor mensaje: “Señor, he aquí el que amas está enfermo”. Jesús, no obstante, después de haber escuchado que Lázaro estaba enfermo permaneció dos días donde estaba. “Amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Juan 11:5). Cuando el hombre termina, Dios empieza; no hacía falta curar a un enfermo sino resucitar a un muerto —y a un muerto que ya hedía— para que la gloria de Dios fuese manifestada. Él consideró y juzgó todo eso perfectamente. Compartía de corazón la angustia de ellas. No había en él ninguna falta de simpatía, como lo veremos más adelante. A pesar de ello, no acudió al llamamiento, lo que podía parecerles que el Maestro las había olvidado. ¿Quizás su Señor y amigo muy amado había cambiado de sentimiento acerca de ellas? Algo debía de haber pasado para interponer una nube entre ellas y él. Sabemos bien cómo nuestro pobre corazón razona y se atormenta en casos semejantes. Pero hay un remedio divino para todas las inquietudes del corazón y una respuesta triunfal a todas las tenebrosas y terribles sugestiones del enemigo. ¿Cuál es ese remedio?: una confianza inamovible en la eterna estabilidad del amor de Cristo.
Lectores cristianos: en esto radica el verdadero secreto de toda la fuerza cristiana. No permiten que nada haga vacilar su confianza en el amor inalterable de su Señor. Suceda lo que sucediere —así el horno fuere calentado siete veces, las aguas resultaren muy profundas, las tinieblas espesas, el sendero escabroso o el apuro sin nombre— retengan siempre su confianza en el amor perfecto y en la simpatía divina de aquel que demostró su amor bajando hasta el polvo de la muerte, atravesando las espantosas olas de la ira de Dios con el fin de salvarles de la muerte eterna. No duden de confiarse a él plenamente, de abandonarse a él sin reservas. No sopesen su amor a través de sus circunstancias. De otro modo, arribarán a una falsa conclusión. No juzguen según las apariencias exteriores. No razonen según lo hacen aquellos que les rodean. Vayan al corazón de Cristo y entonces no interpretarán más su amor a través de sus circunstancias, sino siempre sus circunstancias a través de su amor. Dejen que los rayos de su eterno favor iluminen su sendero. Entonces serán capaces de responder a todo pensamiento incrédulo, de donde sea que venga.
Es muy importante que siempre seamos capaces de mostrar lo que le debemos a Dios. Incluso si no pudiésemos hacer más que eso, bueno sería que nos mantuviésemos como monumentos de su infalible fidelidad hacia todos los que ponen su confianza en él. Qué importa si el horizonte a nuestro alrededor es sombrío y deprimente, si las espesas nubes se acumulan y si la tormenta hace estragos. “Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13).
Además, no debemos medir el amor divino por la manera en que se manifiesta. Todos somos propensos a hacerlo así, pero eso es un gran error. El amor de Dios asume formas variadas y con frecuencia la forma nos parece —según nuestra limitada y superficial apreciación— misteriosa e incomprensible; pero, si esperamos con paciencia y con sencilla confianza, la luz divina brillará sobre las dispensaciones de la divina providencia y nuestros corazones se llenarán de asombro, de agradecimiento y de adoración. Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos, ni sus caminos semejantes a nuestros caminos (Isaías 55:8), ni su amor semejante a nuestro amor. Si sabemos de un amigo que se encuentra desamparado o que está en dificultades, nuestro primer impulso es el de correr y ayudarle en su infortunio dentro de lo posible. Pero en esto podemos cometer inconscientemente un grave error. Al ayudarle en lo que nos parece natural desde el punto de vista humano, podríamos obrar contrariamente al propósito de Dios, quien sin duda había permitido ese ejercicio para su bien presente y eterno. El amor de Dios es un amor sabio y fiel. Abunda para con nosotros con toda sabiduría y prudencia. Nosotros, por el contrario, cometemos graves errores, incluso cuando sinceramente creemos hacer lo que es justo y bueno. No somos competentes para comprender todo el alcance de las cosas, para conocer todas las sinuosidades y operaciones de la providencia, ni tampoco para juzgar el resultado final de los consejos divinos. Por lo tanto, es sumamente necesario esperar en Dios, y sobre todo conservar firmemente la confianza en su amor inmutable, inalterable y que no se equivoca jamás. Él lo manifestará todo. Hará salir la luz del seno de las tinieblas, la vida de la muerte, la victoria de una aparente derrota. Hará salir, de un negro y profundo desamparo, una rica cosecha de bendiciones. Hará cooperar todas las cosas para bien. Pero él jamás obra con prisa. Tiene en cuenta sus designios y los cumplirá a su debido tiempo y a su manera; más aun: de lo que nos parece un oscuro e inextricable laberinto, hará salir la claridad y llenará nuestras almas de alabanza y adoración.
Los pensamientos expresados más arriba nos ayudarán a comprender y a apreciar la conducta de nuestro Señor a propósito de las hermanas de Betania. La gloria de Dios estaba en juego en esa circunstancia. Dice él: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4). Era una ocasión para que el Señor manifestara la gloria de Dios, y ello respecto de aquellas a las que él amaba con un afecto real y profundo, pues la Escritura dice: “amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro” (v. 5). Pero, según el juicio de nuestro adorable Señor, la gloria de Dios tenía la preeminencia sobre cualquier otra consideración. Ni el afecto personal, ni el temor de aquellos que querían matarle tenían influencia sobre sus movimientos. En todas las cosas su móvil era la gloria de Dios. Desde el pesebre hasta la cruz, en todas sus palabras y en todas sus obras, tanto en la vida como en la muerte, no tuvo ante sí más que la gloria de su Dios y Padre. Aunque socorrer a un amigo podía ser una buena cosa, había una más grande y mucho más excelente: la de glorificar a Dios; y podemos estar seguros de que la querida familia de Betania no sufrió ninguna pérdida por un retraso que hizo más evidente todavía la manifestación de la gloria de Dios.
¡Acordémonos de ese hecho en nuestros días de prueba y angustia! Si verdaderamente hemos comprendido el pensamiento del Señor, incluso cuando parece estar sordo a nuestras plegarias, será para nosotros una fuente de bendiciones en el seno de la tribulación, cualquiera sea la forma que ésta pueda presentar: ya sea la enfermedad, las privaciones, la muerte, el despojamiento o la pobreza. “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios”. Ése es el privilegio de la fe. Y el verdadero creyente puede ver brillar la luz de la gloria divina no solamente junto al lecho de un enfermo, sino incluso ante una tumba.
Sin duda, el escéptico sonreirá ante las palabras: “Esta enfermedad no es para muerte”. Objetará que Lázaro murió a pesar de todo. Pero esos hechos, para la fe, sólo eran apariencias; ella introduce a Dios y su poder, y encuentra por ese divino medio una solución a todas las dificultades. Tal es la elevación moral, la realidad de una vida de fe. Ella ve a Dios por encima y más allá de las circunstancias. Ella razona, pero su razonamiento toma a Dios como punto de partida para descender a las circunstancias humanas en lugar de apoyarse sobre las circunstancias para recurrir a Dios. La enfermedad y la muerte no son nada en presencia del poder de Dios. La fe no se deja detener por esas dificultades. Éstas son —así como lo decían Josué y Caleb a sus incrédulos hermanos— simplemente el “pan” (Números 14:9) para el verdadero creyente.
Pero eso no es todo. La fe sabe esperar el momento que Dios juzga conveniente para obrar, sabiendo que ese momento es el único oportuno. Ella confía y espera que obre Su amor inmutable y Su infalible sabiduría. Eso llena el corazón de apacible confianza, e incluso, si hay retraso —si el socorro no es enviado enseguida— todo tiende a lo mejor, pues “todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8:28, V.M.) y a continuación todo debe concurrir para glorificar a Dios. La fe permite que quien la posee recurra a Dios en medio del desamparo más grande y que sepa confesar que el amor de Dios obra siempre para bien de aquellos que confían en él.