Una salvación tan grande /8

El don del Espíritu Santo

9. El don del Espíritu Santo

Sin fuerza, sin ninguna energía para hacer el bien: tal es el estado en el cual el pecado abatió al hombre. Éste no solamente cayó bajo la esclavitud del pecado —lo que hace necesaria su redención— sino que también se ve reducido a un estado de impotencia, sin poder agradar a Dios ni servirlo.

Para compensar esta falta de fuerza, debemos poseer un poder. Éste nos es indispensable, tanto para liberarnos de nuestra parálisis interna, producida por el pecado, como para permitirnos servir al Señor en las diversas circunstancias exteriores. Dios nos ha dado este poder y, lo que es maravilloso, es que él envió a su Espíritu para que more en nosotros. Algo de menos nos podría haber parecido suficiente, pero, en su amor y su sabiduría, Dios quiso que el Espíritu Santo —persona divina— fuera la energía activa del creyente. El Señor resucitado, a punto de subir al cielo, había dicho a los discípulos: “recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:8). Esta elevada bendición fue cumplida diez días más tarde, el día de Pentecostés.

Nacido del Espíritu y morada del Espíritu

En Ezequiel 36 y 37 se formulan profecías que conciernen al nuevo nacimiento y a la vivificación que se cumplirán en el remanente de Israel a fin de prepararlo para la bendición milenaria. En esos dos capítulos también se trata del don del Espíritu Santo. “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (36:27), y “pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis” (37:14). De esto resultará para Israel una vida espiritual que se manifestará por medio de una activa obediencia a la voluntad de Dios.

Otros pasajes del Antiguo Testamento contienen promesas semejantes. Por eso el apóstol Pedro explicó el día de Pentecostés que lo que acababa de producirse era la concreción de la profecía de Joel (Hechos 2:16-21; Joel 2:28-32). Sin embargo, el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés implica una plenitud y una permanencia poco consideradas en el Antiguo Testamento.

El nuevo nacimiento es producido por el Espíritu Santo. De esto resulta una nueva naturaleza que es espíritu en su carácter esencial. Esto, no obstante, debe ser distinguido de la morada del Espíritu dentro de hombres ya nacidos de nuevo.

Es muy útil comprender que el poder para el creyente está unido, no a su nueva naturaleza, sino a la efectiva morada de la persona del Espíritu Santo en él. El capítulo 7 de la epístola a los Romanos expone la experiencia de alguien que es nacido de nuevo, puesto que posee “el hombre interior”, el cual se deleita en la ley de Dios (v. 22). Por consiguiente, aprueba lo que es bueno y lo desea ardientemente, pero se ve incapaz de practicarlo. Sólo en el capítulo 8, después de que el creyente haya mirado a Cristo su Señor (7:25), leemos: “la ley (o autoridad) del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley (o autoridad) del pecado y de la muerte” (8:2). La fuerza que libera se encuentra en Cristo y en su Espíritu. En nosotros mismos no tenemos ningún poder, aunque tengamos una nueva naturaleza.

Esto es particularmente cierto para dar testimonio acerca del Señor resucitado. En Lucas 24:49 y Hechos 1:8 el Señor indica claramente a sus discípulos que deberán esperar a ser revestidos de poder antes de ser sus testigos. Sin embargo, ellos lo habían seguido durante tres años y un trabajo del Espíritu había tenido lugar en ellos. Además, habían recibido una instrucción excepcional de la misma boca del Señor. No obstante, todos esos privilegios no les conferían una fuerza suficiente. Cualquiera haya podido ser su diligencia para emprender el testimonio, carecían de eficacia hasta que el Espíritu hubiese sido dado. Pero, a partir de ese momento, sus bocas fueron abiertas y ¡con qué resultados notables!

Lleno del Espíritu

El día de Pentecostés, los discípulos no recibieron simplemente el Espíritu para que morara en ellos, sino que “fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:4). Cuando un creyente está lleno del Espíritu, la carne en él permanece inactiva, y nada puede oponerse a Su poder. Esto lo vemos en Esteban, quien estaba “lleno de fe y del Espíritu Santo”, “lleno de gracia y de poder”. Sus adversarios no podían oponerse “a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (6:5, 8, 10 y 7:55). Incapaces de resistirle, usaron la violencia como único recurso.

Estar lleno del Espíritu no es un estado permanente, mientras que sí lo es su morada en el creyente. En efecto, Pedro fue lleno del Espíritu por lo menos dos veces (4:8 y 31). Sin embargo, todos los creyentes son exhortados a ser “llenos del Espíritu” (Efesios 5:18). Puede parecer asombroso que tal condición sea contrastada con el hecho de embriagarse con vino. El vino tiene influencia sobre el comportamiento; quien abusa de él se siente agitado y ya no se controla. La acción del Espíritu no tiene nada que ver con tal influencia. Aquel que está lleno del Espíritu controla sus actos al mismo tiempo que es dirigido de manera conveniente y divina. De hecho, en este pasaje, como en toda la epístola a los Efesios, lo que es muy malo está puesto en oposición a lo que es muy bueno.

Cuando un hombre está lleno del Espíritu, toda acción carnal queda excluida. Todas las cosas que ocupan nuestros pensamientos, nuestro tiempo y nuestra energía limitan el poder del Espíritu. Ellas son no solamente las cosas positivamente malas, sino también todas aquellas profanas y sin provecho. De ahí la exhortación: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios” (Efesios 4:30). Cuando lo entristecemos, continúa morando en nosotros, pues la Palabra nos dice que hemos sido sellados con el Espíritu Santo para el día de la redención (1:13-14), pero el gozo y el poder espiritual son perdidos. Experimentamos con tristeza este estado hasta el día en que juzgamos y dejamos a un lado lo que ha entristecido al Espíritu. Esto puede ser la mentira, la cólera, las palabras corrompidas, la amargura, la maledicencia (4:25-31). Todas estas cosas son contrarias a la acción del Espíritu en la esfera individual o en la colectiva.

Andar en el Espíritu

¿Cómo podemos conocer el poder victorioso del Espíritu en nuestras vidas? La epístola a los Gálatas da la respuesta resumida en esta exhortación: “Andad en el Espíritu” (Gálatas 5:16). Después de que hemos creído al Evangelio, Dios nos da su Espíritu, él nos sella, mostrando así que somos su propiedad. Después de esto debemos andar en el Espíritu. De forma práctica, él debe ser la fuente y la energía de nuestra vida. El andar es una expresión figurada de nuestras actividades. Pensamientos, palabras y hechos, todo debe ser sometido al control del Espíritu. De esta manera, no cumplimos los deseos de la carne, los cuales son anulados por el poder del Espíritu.

De manera figurada, podemos decir que nuestras vidas están hechas de siembras y de cosechas. Cada día salimos con dos cestos de simientes diferentes. Podemos meter la mano en el cesto de la carne y sembrar para la carne, o meterla en el cesto del Espíritu y sembrar para el Espíritu. Podemos ceder al influjo de cosas que satisfacen a la carne, o bien estar ocupados con cosas del Espíritu y así esparcir simientes productivas para gloria de Dios (Gálatas 6:7-9). En la práctica, “andamos en el Espíritu” cuando estamos pendientes de los intereses del Señor y nos alimentamos de él.

Las caídas graves no son las únicas que nos privan del poder del Espíritu. Con frecuencia es suficiente una falta de concentración en las cosas de Dios. El Espíritu toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica; pero puede estar entristecido por nuestra pereza espiritual. Si usted fuese a dar noticias importantes a un amigo, y él le interrumpiera sin cesar para hablar de cosas triviales, usted detendría ahí su relato, entristecido y decepcionado. De la misma manera, el Espíritu es sensible a todo lo que concierne a la gloria de Cristo. Tanto lo entristece la falta de atención como el hecho de pecar. Pidamos a Dios que nos muestre hasta qué punto nuestras faltas de poder espiritual provienen de eso.

El Espíritu, poder de servicio

El apóstol Pablo es un ejemplo para los creyentes. Observemos, pues, los resultados de la acción del Espíritu en su vida de servicio. En el intervalo de casi veinticinco años había evangelizado a pueblos diferentes que ocupaban vastos territorios. Tal obra no habría podido ser cumplida sin la energía comunicada por el Espíritu de Dios. Su predicación se caracterizaba por la sencillez (1 Corintios 2:1-5); todos los ornamentos de la elocuencia humana habían sido puestos de lado, con el fin de que el hecho central de la cruz se advirtiera claramente. Sus palabras eran “demostración del Espíritu y de poder”. Así las personas convertidas por medio de él tenían una fe que no descansaba “en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios”.

En sí mismo no era más que un “vaso de barro”, pero a través del cual resplandecía el “conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6-7). Por medio del Espíritu, su servicio tenía un carácter vivificante (3:6). En los rudos combates por el Evangelio, sus armas eran espirituales. Derribaba los poderes satánicos atrincherados en los espíritus de los hombres bajo forma de pensamientos orgullosos y razonamientos opuestos a Dios.

Los creyentes surgidos de ese ministerio eran la “carta de Cristo... escrita... con el Espíritu del Dios vivo” (3:3). El Evangelio no había llegado a ellos “en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” (1 Tesalonicenses 1:5).

El Espíritu Santo es “un espíritu... de poder, de amor y de dominio propio” a fin de que el creyente pueda servir al Señor participando “de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios”, al mismo tiempo que guarda un sano equilibrio en su actividad (2 Timoteo 1:7-8 y 14). Para el siervo de Cristo, el Espíritu Santo es, a la vez, fuente de poder y de fidelidad.

El Espíritu, poder de unidad

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo vino a la Iglesia, la que de esta manera llegó a ser “morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). El Espíritu Santo igualmente hace su morada en cada creyente (2 Timoteo 1:14 y 1 Corintios 6:19). Estas dos moradas, aunque muy unidas, deben ser distinguidas.

Las bendiciones que hasta aquí hemos estudiado, resultan de la morada del Espíritu en el creyente. Ellas son muy preciosas; no obstante, las ligadas a su morada en la Iglesia conducen a un terreno más elevado: el del cuerpo de Cristo, el de la unión de los creyentes con Cristo y entre ellos. El Espíritu es un poder de unidad: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados... y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13; véase también 2 Corintios 1:21-22).

El Espíritu permite el armonioso funcionamiento del cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:11). En particular, él promueve una dulce comunión entre los creyentes (Filipenses 2:1) y crea en ellos un poderoso amor que es la base de todo servicio (2 Timoteo 1:7). Después de haber expuesto los bellos resultados de este amor manifestado por la liberalidad entre los creyentes, exclama el apóstol Pablo: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:14-15). Por cierto que ese don inefable es el Señor Jesús, pero también lo es el don del Espíritu para cada creyente y para la Iglesia, una “superabundante gracia de Dios” de la que somos beneficiarios.