(Extracto)
El ejercicio de un ministerio siempre debería ser acompañado por un profundo y personal deseo de una más rica y constante comunión con la Persona de Cristo, por medio del Espíritu Santo.
Lo que no fuera el resultado de un amor personal hacia Cristo y de la comunión con él, no tendría ningún valor. Podemos conocer las Escrituras, ser capaces de predicar con erudición —erudición que personas no ejercitadas pueden confundir con poder—, pero, si nuestros corazones no han bebido de las aguas que surgen de Cristo, si no son animados y fortificados por la experimentación de su amor, todo ello pasará como un relámpago o se disipará como el humo.
Yo he aprendido de manera progresiva a no encontrar satisfacción ni en mí ni en los demás. La conformidad con Cristo, una comunión profunda, constante, real y divina con el Señor es el único deseo de mi corazón. Desprecio los caprichos de los hombres; temo sus simples opiniones; me aparto de sus controversias; considero todos sus partidos, sus sistemas como indignidades, pero deseo conocer siempre más la preciosa persona de Cristo, su obra y su gloria. He aquí lo que es vivir para él: trabajar, dar testimonio, predicar, orar, en fin, hacerlo todo para Cristo, y hacerlo por la obra de su gracia en mi corazón.