La gran reunión

Muy pronto habrá una gran reunión, al aire libre, mucho más importante que cualquier otra de cuantas jamás hayan tenido lugar. Tendrá varias características notables; será absolutamente distinta de todo lo que se haya podido ver en este mundo. Consideremos juntos algunas de esas características sorprendentes.

El lugar del encuentro

No será ni en la tierra, ni en el cielo, sino en el aire (1 Tesalonicenses 4:17).

Quiénes estarán allí

Todos los rescatados por la sangre de Cristo, de todas las razas y de todos los países, es decir, tanto aquellos que duerman en sus tumbas como los que en ese momento vivan sobre la faz de la tierra, y ninguno faltará al llamado. Todos serán revestidos de cuerpos gloriosos, resucitados o simplemente transformados. Todas las diferencias de denominación y de religión serán entonces abolidas para siempre.

Quiénes no estarán allí

Toda persona no salva, no rescatada; aquel que se apoye en la Ley o en las prácticas religiosas exteriores; aquel que confíe en sus obras meritorias (“obras muertas” para obtener la justificación ante Dios) en lugar de confiar en Cristo, así como el incrédulo, el burlón, el libertino —en una palabra, todos los que estén “sin Cristo”— se encontrarán ausentes.

El centro de atracción

Entre todas las características maravillosas de esta reunión, hay una que se destaca: se hará con el determinado propósito de “recibir al Señor”. Alrededor de la gloriosa persona del Salvador —quien lucirá todas sus coronas— se reunirán las miríadas de sus rescatados. ¡Qué gozo será para el Redentor verse rodeado por la gran multitud de los que son el fruto del trabajo de su alma!; él, quien “derramó su alma hasta la muerte” (Isaías 53:12); todos fijarán sus miradas sobre ese rostro otrora “desfigurado... más que el de cualquier hombre” (Isaías 52:14, V.M.); qué gozo llenará los corazones, entonces gloriosos, y con qué perfección habrá sido preparado el lugar de ellos junto a Dios, porque el Señor Jesús dijo: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3).

La hora de la reunión

Otra característica muy singular de esta gran reunión es que ni una sola persona de las que participarán de ella sabe cuándo tendrá lugar tal acto. Podría ser por la mañana, quizás al mediodía, o por la tarde, o tal vez durante el silencio de la noche profunda. Podría ser este año, esta semana, hoy mismo. Cada uno estará en una actitud de espera, velando, como si se aprestase a escuchar el llamado para la reunión. Nada de campanas para convocar la Iglesia. Ella será convocada “con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios..., la final trompeta” (1 Tesalonicenses 4:16; 1 Corintios 15:52).

Tan potente e imperiosa será la voz de Aquel que llamará que, “en un abrir y cerrar de ojos”, cada miembro de la Iglesia se encontrará preparado, en su lugar.

Después de la reunión

Lo que pasará en la tierra, después de la reunión de los bienaventurados en el aire, es triste y solemne. Escuche usted las palabras de aquellos que se ven abandonados como ante una puerta cerrada. Dicen: “¡Señor, Señor, ábrenos!” (Mateos 25:11). Los que se preciaron sólo formalmente de servir al Señor, pronuncian entonces la palabra “Señor”. Pero ¿era él su Señor? Puede ser que hayan sido bautizados, o que hayan tomado la primera comunión, o que sean miembros de alguna «iglesia»; quizás se sentaban en los bancos de su local de reuniones; pero, sin embargo, jamás habían “nacido de nuevo”. Y ¿qué dice el Señor en respuesta a su ruego?: “De cierto os digo, que no os conozco” (25:12). ¡No existirá el vínculo de la fe entre esas almas y Cristo, por lo que entonces serán rechazadas para siempre!

El tiempo pasa

¡Qué rápido pasa el tiempo! ¡Escuche usted el péndulo colgado de la pared de su cuarto, cómo desgrana rápido los segundos! Cada tic-tac nos habla del veloz vuelo del tiempo y de la cercanía de la eternidad.

“La venida del Señor se acerca” (Santiago 5:8), pero, ¡Dios sea loado!, el Señor de la casa aún no se ha levantado para “cerrar la puerta” (Lucas 13:25).

Cristo es el único Salvador, el Salvador perfecto. Su sangre preciosa, derramada en la cruz, nos limpia de todo pecado. El precio de la redención ha sido pagado; la obra está cumplida. Su poder de salvación y su eficacia son de usted desde que le aceptó como su Salvador personal. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

Lector, ¿estaría usted preparado si Cristo viniera hoy mismo? Si no lo está, éste es el momento de la decisión. No lo es el mes próximo, ni la semana que viene... sino hoy.