Por gracia sois salvos por medio de la fe;
y esto no en vosotros, pues es don de Dios.
(Efesios 2:8)
Durante una clara noche de otoño, un navío descendía por el gran río Misisipí (EE.UU.). Sobre el puente, apoyado en la borda, había un marinero. Era el hijo de una madre cristiana y ardientes oraciones subían constantemente en su favor ante el trono de Dios. El joven, sumido en sus reflexiones, seguía con mirada distraída la estela plateada que el navío dejaba tras él; sus pensamientos estaban muy lejos de ese lugar. Mil proyectos se agitaban en su mente: sueños acerca del futuro, designios ambiciosos, visiones doradas... De pronto, como consecuencia de una mala maniobra, un enorme cable enlazó los pies del joven, le hizo perder el equilibrio y lo arrastró por encima de la borda al río. Con desesperación, el desdichado se asió al cable, pero, al sentir que se hundía más y más, con tremenda lucidez se dio cuenta de que el cable sólo le ofrecería un apoyo estable después que se hubiese desenrollado completamente. Para él, eso significaba una muerta segura.
De repente experimentó una violenta sacudida y, al mismo tiempo, sintió cómo el cable se ponía bruscamente tenso. Inmediatamente intentó trepar por este imprevisto apoyo. Apenas podía creer tanta felicidad, pero no era una ilusión: el cable, firmemente sostenido por una fuerza ignorada, no cedía. Después de muchos esfuerzos, nuestro amigo consiguió volver al puente; estaba empapado hasta los huesos y casi agotado por el cansancio y la emoción, pero, no obstante, sano y salvo. Después de haber recuperado el aliento, quiso saber qué había impedido que el cable se desenrollara enteramente. A la tenue claridad de la luna descubrió en la borda del navío una estrecha hendidura en la cual el cable se había trabado con tanta firmeza que necesitó hacer grandes esfuerzos para sacarlo. Profundamente sorprendido, el joven fue a acostarse sin decir nada a nadie.
A la mañana siguiente procuró por todos los medios posibles fijar de nuevo el cable en la hendidura que lo había trabado la noche anterior. Fue inútil. El joven marinero probó de mil maneras diferentes, sin conseguir su propósito. Al final, después de una hora de esfuerzos infructuosos, cayó de rodillas y exclamó: «¡Oh, Dios! Tú has hecho un milagro para salvarme la vida; eres un Dios misericordioso y lleno de bondad. Y ahora, esta vida que tú has conservado de una manera tan maravillosa te pertenece enteramente. Señor, haz de mí lo que te parezca mejor». Y, desde ese día, el joven siguió las huellas de ese Salvador al que había menospreciado y desconocido hasta entonces. Dejó el navío y volvió junto a su piadosa madre, la cual lo recibió con lágrimas de gozo.
Amigo lector, esta historia ya antigua es, sin embargo, auténtica. Ese marinero era James Garfield, quien más tarde llegó a ser presidente de los Estados Unidos. Fue un hábil legislador, pero, ante todo y hasta el final de sus días, un cristiano fiel y devoto al servicio de su Señor.