La Palabra nos dice poca cosa del piadoso discípulo Ananías, quien fue enviado a Saulo de Tarso para que éste recobrara la vista; pero lo poco que sabemos de él es tan precioso y contiene tanta enseñanza que bien vale la pena considerarlo. Ello nos hará comprender por qué el Señor le honró con aquel servicio en favor del instrumento elegido para llevar Su nombre ante las naciones, los reyes y los hijos de Israel.
“Había entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en visión: Ananías. Y él respondió: Heme aquí, Señor”. ¡Qué palabras sencillas, pero bellas! Ananías era un discípulo. No nos es dicho que fuera un creyente; este carácter es propio de todos los rescatados del Señor, pero un discípulo es aquel que escucha las enseñanzas del Maestro, que aprende de él y que anda según sus enseñanzas. Él se mantenía a los pies de su Señor y había sacado provecho de lo que se puede aprender en semejante escuela. La prueba de ello es que se parecía a su divino Maestro y Señor: “Heme aquí, Señor”, dice Ananías. “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” decía el Señor (Hebreos 10:7). ¡Qué conformidad del discípulo con su perfecto modelo! “Heme aquí” es el completo abandono de toda propia voluntad. No me refiero a un corazón sometido a la voluntad divina, sino a un corazón que encuentra su dicha en el cumplimiento de esta voluntad: estoy a tu disposición, haz de mí lo que estimes conveniente; tú eres mi Señor, y no tengo otro deseo más que el de hacer lo que te es agradable.
Ya encontramos en el Antiguo Testamento algunos ejemplos de esta índole, algunos destellos de la gloria de Cristo que brillan en los creyentes de entonces. “Heme aquí; ¿para qué me llamaste”, dice Samuel. Él servía a Dios desde su juventud, su oído estaba atento a la voz del representante de Dios. Éste le enseña a decir: “Habla, Jehová, porque tu siervo oye”. Como consecuencia, Dios iba a darse a conocer a su siervo, pues “Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido revelada” (1 Samuel 3:1-7). Ése era un “Heme aquí” para aprender.
“Heme aquí, envíame a mí”, responde Isaías cuando Aquel cuya gloria y gracia acaba de conocer le pregunta: “¿A quién enviaré?” (Isaías 6:1-9). Por eso Jehová puede poner en boca de su siervo las palabras dirigidas a su pueblo. Tal era un “Heme aquí” para servir.
“Heme aquí” dice José a su padre (Génesis 37:13) y Jacob lo envía a sus hermanos, quienes lo odian y lo echan en la cisterna. Cómo se parecía a Jesús, quien vino a los suyos y éstos no le recibieron (Juan 1:11), a Jesús puesto en el polvo de la muerte. Éste era un “Heme aquí” para reflejar las glorias de Cristo.
Quizá el Señor nos ponga aparte para que escuchemos su voz y aprendamos de él; o quiere confiarnos cualquier servicio, o tal vez quiera mostrar por medio de nosotros los resplandores de su gloria ante el mundo que le crucificó. Sepamos entonces decir, nosotros también: “Heme aquí”. En Ananías encontramos las tres cosas reunidas: había aprendido del Señor, iba a cumplir su servicio y la gloria de Cristo brillaba en su persona.
Cuando un cristiano se encuentra en tales condiciones, el Señor puede emplearlo de manera útil, bendita. “Levántate, y ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso; porque he aquí, él ora, y ha visto en visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para que recobre la vista” (Hechos 9:11-12). Qué grande debió de ser la sorpresa de Ananías al oír estas palabras; además del temor, muy legítimo, que debió de apoderarse de él al pensar en el muy conocido odio que Saulo de Tarso sentía hacia aquellos que invocaban el nombre del Señor. Y ¡he aquí que el Señor lo enviaba a ver a ese hombre! Pero ¡qué santa libertad y qué confianza se ven en este piadoso discípulo! Le habla al Señor de sus temores como lo hubiera hecho a su amigo más íntimo. Encontramos en él una gran intimidad junto a una santa reverencia. Conoce a aquel que es su Señor, quien tiene toda autoridad sobre él, y está dispuesto a obedecerle; pero también conoce su propio corazón y entonces le habla libremente de todo lo que le preocupa. Aquel que está en la gloria es también el humilde Jesús que había estado en el mundo, accesible a todos, y que jamás había rechazado a nadie, el mismo Jesús que había estado en medio de sus discípulos, lleno de ternura y misericordia.
Este Salvador y Señor —no lo olvidemos— es hoy el mismo que cuando estaba aquí abajo. Su permanencia de casi dos mil años a la diestra del Padre en nada ha cambiado su amor hacia nosotros. Está con nosotros como estaba con Ananías, como estaba con los discípulos en medio del mar tempestuoso. Si lo conociésemos mejor, si viviésemos más cerca de su corazón, cómo le hablaríamos de todas nuestras penas, de todos nuestros temores, de todas nuestras angustias, en lugar de cansarnos por llevar nosotros mismos cargas demasiado pesadas para nuestras espaldas. Ananías comparte con el Señor lo que sentía en su corazón. El Señor le tranquiliza e incluso le confía sus secretos acerca del hombre al cual le envía. ¡Qué precioso es encontrar un corazón que vive tan cerca del Señor, que no tiene otro deseo que el de obedecerle y hacer todo lo que él le manda! Ananías va; el Señor lo había enviado y él había respondido: “Heme aquí”. “Hermano Saulo” —le dice— “el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hechos 9:10, 17). Desde las primeras palabras, él le presenta a una persona conocida y preciosa a su corazón: al Señor Jesús, un bendito objeto capaz de llenar el corazón de Saulo, así como llenaba el suyo. Él se lo presenta en su señorío y en su gracia. Saulo ya había dicho: “¿Qué haré, Señor?” (22:10), pero esto no era suficiente; hacía falta que lo conociera como Jesús el Salvador. Él le anuncia al Señor Jesús e inmediatamente se le ve sacado de las tinieblas en las que estaba hundido y es llevado a la luz. Sus ojos son abiertos.
Qué grandeza y qué belleza se ven en este humilde discípulo, quien tendrá eternamente la gloria de haber sido enviado para anunciar el nombre del Señor Jesús a aquel que debía ser el gran apóstol Pablo, un instrumento tan potente en la mano del Señor para bendición de tantos miles de rescatados. El Espíritu Santo no nos habla, respecto de Ananías, como poseedor de dones maravillosos ni de celo para anunciar el Evangelio o para desplegar actividad en la iglesia, sino que nos lo presenta como un discípulo que, viviendo cerca del Señor, estaba dispuesto a obedecerle y a hablar de Él. ¡Ojalá el Señor nos conceda las mismas gracias! Tenemos tanto más necesidad de ellas en la actualidad, cuando encontramos tanta actividad con tan poca obediencia, cuando la persona del Señor es tan poco conocida y presentada, y cuando se le da tan poco valor en los corazones.