Se llamaba Francisco, vivía solo y tenía el oficio de trapero. Su tarea, poco envidiable, consistía en remover cada mañana los cubos de la basura y escoger los residuos utilizables: trapos, periódicos viejos, chatarra, etc., todo lo cual lo ponía en un saco, como su más preciado botín, y lo llevaba a un centro de recuperación. Pero Francisco era un hombre feliz, porque conocía al Señor Jesús. Cada domingo, en medio de sus hermanos en la fe, tomaba parte en el culto de adoración. Como era completamente sordo, lo que le atraía allí no era lo que podía comprender, sino únicamente la presencia del Señor Jesús, fiel a su promesa: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20).
Llegó el día en que Francisco, muy anciano, fue víctima de un accidente de tránsito. Se le llevó a un hogar de ancianos en el que, pobre, acabó su vida en medio de los pobres, en una gran sala común. Aún nos parece verle, con su rostro apacible que contrastaba con el agriado de los otros ancianos que le rodeaban.
La sordera de Francisco, verdadera bendición, le aislaba del alboroto que le rodeaba. Disputas, recriminaciones, radios a todo volumen, nada le llegaba ni perturbaba su comunión con el Señor.
Más bien era él quien se hacía oír por todos cuando, cada mañana, con voz potente que él mismo no percibía, leía en su gruesa Biblia, pues no sabía leer si no era en alta voz.
Ahora Francisco está junto a su Señor. Pasó inadvertido en medio de los hombres, de una sociedad que sólo le daba sus desechos. Pero la eternidad mostrará que su vida era, pese a las apariencias, una «vida triunfante».