En la escena descripta por estos versículos vemos cómo Jesús, el hombre perfecto, triunfa sobre el diablo cuando éste viene a tentarle. Él está allí como Aquel a quien el Espíritu Santo podía tomar como su morada aquí en esta tierra. Jesús se presenta como el hombre que viene a cumplir perfectamente la voluntad de Dios. Es aquel que en 1 Corintios 15:47 es llamado el segundo hombre, el cual aparece en el escenario en que el primer hombre, Adán y su descendencia, había desobedecido. En el huerto de Edén, lugar de delicias, Adán había escuchado la voz del tentador; había menospreciado la palabra de Dios y había caído en el pecado.
Ahora el segundo hombre, el Hijo de Dios hecho hombre, se presenta en una tierra maldita a causa del pecado del hombre, en el desierto, entre las fieras y en un cuerpo sujeto a una de las consecuencias del pecado: sufrir el hambre. Está frente a Satanás, a quien viene a vencer en el dominio que le entregó el pecado de Adán. Todos los descendientes de Adán, sin excepción, han sucumbido a sus tentaciones. ¡Por algunos motivos temporales olvidan a Dios! Y aquí el diablo se presenta para hacer caer a este Hombre como lo hizo con los demás, es decir, para llevarle a hacer Su propia voluntad y no la de Dios. Procura sacarlo del lugar de dependencia que Él tomó y recomenzar, por así decirlo, la historia del hombre.
Jesús lucha con las armas que Dios había dado al hombre, es decir, su Palabra. No hace nada merced a su propio poder divino, sino que opone a cada tentación un “escrito está” contra el cual el adversario es impotente. Resulta victorioso con la sencillez y la integridad de su obediencia a lo que Dios había dicho. La espada de la Palabra de Dios derrota al Enemigo.
Debemos insistir sobre este punto: Jesús utilizó la Palabra tal como Dios la había dado a los hombres. Su arma está a nuestra disposición como lo estuvo para Jesús; Él no utilizó nada que el hombre no pueda emplear. Solamente la voluntad de Dios —expresada en la frase “escrito está”— hacía las delicias de Jesús, mientras que el corazón humano desgraciadamente la rechaza. Así, pues, se hace evidente el contraste entre este Hombre y la descendencia de Adán: “fue tentado en todo según nuestra semejanza”, participó “de carne y sangre”, “pero sin pecado” (Hebreos 4:15; 2:14). No hay en Él ninguna voluntad propia. Su única meta en la tierra es obedecer. Satanás ofrece algo para su codicia, pero no hay ninguna codicia en el Hombre perfecto. Sabemos todos, desgraciadamente por propia experiencia, que en nuestros corazones la codicia responde, al contrario, a las tentaciones exteriores: exigencias del cuerpo, placeres de los ojos, llamamientos al orgullo que es vivaz en todo hombre (1 Juan 2:15-16).
¿Quién no ha gemido a veces —sintiéndose acusado por su conciencia— a causa de esta esclavitud a la cual estamos sujetos, incapaces de liberarnos del yugo de estas codicias que nacen con nosotros y que sólo mueren con nosotros? Ni siquiera el ejemplo del maravilloso modelo, de Jesús, el Hombre perfecto, es suficiente para librarnos; ningún hombre, nacido de Adán, puede reproducir Su ejemplo. Al contrario, cuando Jesús siguió su camino, después de haber vencido a Satanás, no se quiso saber nada de Él. Satanás fue hecho impotente delante de Él; el hombre fuerte, ahora atado, tuvo que dejar saquear sus bienes (Mateo 12:29); Jesús pudo andar “haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38). Y como agradecimiento por estos bienes, ¿qué recibió de parte de sus criaturas? ¡Fue menospreciado, odiado, hasta ser clavado en una cruz para deshacerse de Él! Hasta ese acto arrastró Satanás al hombre, hecho su títere.
Pero, en su amor hacia nosotros, Jesús quiso arrancarnos de esa esclavitud, del pecado, de la muerte —consecuencia del pecado— y del diablo, quien nos había arrastrado a tal estado. Y para ello, Él llegó hasta el extremo de sufrir, en nuestro lugar, el juicio de Dios contra el pecado.
En el momento en que Él iba a soportar este juicio, en Getsemaní, encontró de nuevo ante sí al Enemigo que se había “apartado de él por un tiempo” (Lucas 4:13). Este enemigo viene con el terror de la muerte, así como lo vimos venir en el desierto con las tentaciones del mundo. Pero la santidad de nuestro precioso Salvador es la misma ante la cruz que en aquel día en el desierto. Él está pendiente de Dios; cumple la voluntad de Dios, y esta voluntad implica salvar a los pecadores cargando sobre el Justo la condenación del pecado. Los hombres, pecadores, entran en la muerte por haber hecho la voluntad de Satanás. Jesús, el Santo, entra en ella para hacer la voluntad de Dios. Entra en ella como vencedor del Enemigo, y cualquiera que cree en Él participa de su victoria, ha pasado “de la potestad de Satanás a Dios” (Hechos 26:18).
De modo que la tentación de Jesús en el desierto demuestra que Satanás no tenía ningún poder sobre Él, pero fue necesaria su muerte expiatoria para protegernos de este terrible adversario que nos oprimía. Bienaventurado cualquiera que ha creído en este poderoso Salvador, el Hijo de Dios, quien por amor a nosotros fue hecho hombre, el Hombre “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). ¡A Él sea toda la gloria!