¿Qué esperaré?

Salmos 39:7

Ésta es una pregunta escudriñadora para el corazón, pero a menudo muy saludable si tenemos en cuenta nuestra continua actitud de esperar por cosas que, una vez llegadas, comprobamos que no eran dignas de ser esperadas.

El corazón humano es muy similar al pobre cojo que se sentaba cada día a la puerta del templo, según se relata en Hechos 3. Miraba a todos los que pasaban, “esperando recibir... algo” (v. 5). El corazón es igual; siempre está mirando en busca de algún alivio, de algún consuelo o placer en el transcurso de las circunstancias. Se lo puede ver siempre procurando sentarse junto a las corrientes de la gente, esperando vanamente que algo refrescante fluya por su medio.

Es asombroso pensar en las bagatelas sobre las que la naturaleza fija su expectante mirada: un cambio de circunstancias, un cambio de escena, un cambio de ambiente, un viaje, una carta, un libro, cualquier cosa, en resumen, basta para despertar expectativas en un pobre corazón que no encuentra su centro, su fuente, su todo en Cristo.

De ahí la importancia práctica de escudriñar con frecuencia nuestro corazón haciéndonos la pregunta: “¿Qué esperaré?”. Sin duda, la sincera respuesta a esta pregunta, a veces le daría al cristiano más avanzado, motivos de honda humillación y de juicio propio delante del Señor.

En el Salmo 39:6 tenemos tres grandes caracteres del hombre, según éste se manifieste “como una sombra“, como aquel que “en vano se afana” o como el que “amontona”. Estos caracteres pueden hallarse algunas veces combinados; pero, por lo general, ellos presentan un desarrollo distintivo.

Hay muchas personas cuya vida es “como una sombra”, ya sea en su carácter personal, en su posición comercial o en su profesión política o religiosa. En lo que se refiere a ellos, no hay nada sólido, nada real, nada verdadero. Su brillo no proviene sino de la más fina capa de oro posible: no hay nada profundo, nada que viene del interior, del corazón. Todo es obra superficial, el golpe de luz más fugaz, nada más que humo.

A continuación encontramos otra clase de individuos cuya vida es una continua escena de “vano afán”. Nunca veremos a los tales tranquilos, satisfechos ni felices. Siempre hay alguna cosa terrible que se aproxima, alguna catástrofe a la distancia, la mera anticipación de lo que los mantiene con una constante fiebre de ansiedad. Viven preocupados por los bienes materiales, por los amigos, por los negocios, por los hijos, por los empleados. Aunque vivan en circunstancias que muchos de sus semejantes estimarían como muy envidiables, parecen hallarse en una perpetua inquietud. Viven acosados por problemas que quizás nunca vendrán, por dificultades con las que quizás nunca tropiecen, por desgracias que probablemente no verán jamás. En vez de recordar las bendiciones del pasado y regocijarse en las divinas bondades del presente, siempre anticipan las pruebas y congojas del futuro. En una palabra, ellos “en vano se afanan”.

Finalmente, encontramos otra clase de gente, totalmente diferente de las dos precedentes: gente astuta, sagaz, industriosa, que trabaja y acumula dinero, gente que viviría cuando otros muriesen de hambre. No hay demasiada “sombra” en cuanto a ellos. Son sólidos, y la vida es una realidad demasiado práctica para ellos. Tampoco se puede decir de ellos que se afanan demasiado. Son, más bien, de espíritu sereno, quieto, excesivamente laborioso, de una mentalidad activa, emprendedora, especuladora. Esta gente “amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá”.

Pero, lector, recuerde que el Espíritu Santo emplea para las tres clases de personas el mismo calificativo: “vanidad”. Sí, “todo”, sin excepción, “debajo del sol” —como lo pronunció uno que sabía esto por experiencia, y que escribió por inspiración— es “vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 1:14). Vuélvase adonde usted quiera “debajo del sol”; su corazón no hallará reposo alguno en este mundo. Usted deberá subirse a la inquebrantable y robusta ala de la fe y remontarse a las regiones «por encima del sol» a fin de hallar “una mejor y perdurable herencia” (Hebreos 10:34). Aquel que está sentado a la diestra de Dios dijo: “Por vereda de justicia guiaré, por en medio de sendas de juicio, para hacer que los que me aman tengan su heredad, y que yo llene sus tesoros” (Proverbios 8:20-21). Nadie sino Jesús puede darnos “herencia”; nadie sino él puede “llenar”; nadie sino él puede “satisfacer” (Jeremías 31:25). En la perfecta obra de Cristo está aquello que satisface las más profundas necesidades de la conciencia; como así también, en su gloriosa Persona se encuentra aquello que puede satisfacer los anhelos más vehementes del corazón. Aquel que ha hallado a Cristo en la cruz, y a Cristo en el trono, ha hallado todo lo que podría necesitar, ya sea para esta vida o para la venidera.

Pues bien, el salmista, una vez que desafió a su corazón con la pregunta: “¿Qué esperaré?”, respondió: “Mi esperanza está en ti” (Salmo 39:7). Nada de “sombra”, nada de “vano afán”, nada de “amontonar riquezas” tenía que ver con él. Él había hallado en Dios un objeto digno de esperarse; y, en consecuencia, apartando sus ojos de todo lo demás, dijo: “Mi esperanza está en ti”.

Ésta, amado lector, es la única posición verdadera, apacible y feliz. La persona que se apoya en Jesús, que pone sus ojos en él y espera en él, nunca será defraudada. Ya posee una inagotable fuente de gozo en comunión con Cristo, al tiempo que es animada por “la esperanza bienaventurada” de estar con Jesús donde él está, para contemplar su gloria, exponerse a la luz de su faz y ser conformada a su imagen por siempre, una vez que esta escena presente, con todas sus “sombras”, su “vano afán” y sus recursos haya pasado.

Cultivemos el hábito de desafiar a nuestros corazones, ligados a las cosas de la tierra y anhelantes de los recursos humanos, con la escudriñadora pregunta: “¿Qué esperaré?”. ¿Estoy esperando algún cambio de circunstancias o al Hijo de Dios de los cielos? (1 Tesalonicenses 1:10). ¿Podemos elevar nuestros ojos a Jesús y, con un corazón pleno y honesto, decir: “Señor, mi esperanza está en ti”?

Ojalá nuestros corazones estén más separados de este “presente siglo malo” (Gálatas 1:4) y de todo lo que pertenece al mismo, por el poder de la comunión con las cosas que son invisibles y eternas.