Ayuda o estorbo /6

Entre hermanos o hermanas

6. Entre hermanos o hermanas

(Individualmente - ejemplos del Nuevo Testamento)

Desde el día de su llamamiento, Pedro y Juan han seguido al Señor. Entre ellos se ha formado un vínculo especial. No obstante, en el último día de la vida de Jesús, Juan, sin darse cuenta, es un tropiezo para su amigo Simón Pedro. Éste sigue de lejos a los soldados que llevan al Señor al palacio de Caifás. Llega ante una puerta cerrada, obstáculo que Dios permite. Pero Juan aprovecha sus relaciones para hacer entrar a Pedro (Juan 18:15). Ello trae una doble consecuencia: Pedro niega a su Señor a pesar de la advertencia recibida; llora amargamente; pero, por otra parte, aprende a conocerse. El Señor le había dicho: “He rogado por ti... y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32). Habrá, pues, una restauración.

Antes de esto, en el monte de la transfiguración, Pedro y Juan “estaban rendidos de sueño” (9:32). En Getsemaní se durmieron a causa de la tristeza (22:45). No habían podido velar una hora con Jesús. Ni uno ni otro había sido una ayuda para su compañero, despertándole, a pesar de que el Maestro se había acercado tres veces a ellos. ¿No habrían podido velar con él, como les había pedido?

La mañana del día de la resurrección, María Magdalena informa a Pedro y a Juan: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (Juan 20:2). Pedro es el primero que sale, se apresura para llegar al sepulcro. Juan, ¿va a abandonarle, ya que Pedro ha negado a su Señor? Corren “los dos juntos”: ¡qué aliento! Los dos son testigos de la resurrección.

Más tarde, Pedro arrastra a varios discípulos, entre ellos a Juan, para que le acompañen a pescar (Juan 21). Trabajan toda la noche sin pescar nada. Cuando llega la mañana, Jesús está en la orilla. Los discípulos no saben que es él. Al cabo de cierto tiempo —¿es por su voz o por su actitud?— Juan le reconoce, y el discípulo a quien Jesús amaba le dice a su amigo: “¡Es el Señor!” (v. 7). Pedro se ciñe y se echa al mar y va hacia él. Los demás discípulos le alcanzan y se unen a Jesús al que han conocido juntos en el tiempo de su ministerio. Han visto la pesca milagrosa, la alimentación de la multitud por los panes y los pescados...

A continuación tiene lugar la conversación maravillosa entre Jesús y Pedro, durante la cual le restaurará para el servicio. ¡Qué bendición ha proporcionado Juan a su amigo!

Algunas semanas más tarde, los dos suben “juntos al templo a la hora novena, la de la oración” (Hechos 3:1). Juntos acogerán a Pablo en Jerusalén y le darán la “mano derecha de comunión” (se identificarán con su trabajo, orando y ayudándole en todo lo que era necesario) (Gálatas 2:9, V.M.).

Saulo es convertido en el camino a Damasco. Al quedarse ciego, es llevado de la mano a través de la ciudad, sin ver a nadie; ayuna durante tres días. ¿Vendrá alguien en su ayuda? Hay en Damasco un discípulo llamado Ananías, y el Señor le dice: “Levántate, y ve... y busca... a uno llamado Saulo, de Tarso; porque he aquí, él ora” (Hechos 9:11). Ananías teme ir al encuentro de este hombre conocido como perseguidor de los cristianos; pero obedece y presta al recién convertido una ayuda que Saulo no olvidará. Más tarde, el joven Saulo sube a Jerusalén. Querría unirse a los discípulos, pero todos le temen. ¿Tendrá que ir solo? “Entonces Bernabé, tomándole, lo trajo a los apóstoles” (v. 27) y ellos le acogen.

Algunos años después, Saulo (Pablo), ya formado por el Señor, sube a Jerusalén “para conocer a Cefas” (Pedro), y permanece “con él quince días” (Gálatas 1:18, V.M.). Saulo no ha visto a Cristo en la tierra. El hermano más anciano, que ha vivido con el mismo Señor, le habla de él, con todo detalle, al joven discípulo. ¡Cuántas cosas aprende en esos pocos días!

De esta manera, tres hombres de Dios han sido una ayuda importante para aquel que va a ser un “instrumento escogido” para llevar el nombre de Jesús “en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:15).

Por su parte, Saulo tuvo que aprender a dejarse ayudar. Manos fieles le condujeron a Damasco, donde se le dijo lo que tenía que hacer. Ananías fue enviado por el Señor y Pablo aceptó con agradecimiento su visita y la imposición de manos. Pablo, quien había partido para Damasco respirando amenazas y muerte, ahora debe dejar la ciudad descolgado por el muro en una canasta. Una vez llegado a Jerusalén, debe aceptar que Bernabé le conduzca a los apóstoles. Más tarde recibe en casa de Cefas (Pedro) toda la enseñanza que éste puede darle. Ser una ayuda es un gozo; aceptar la ayuda lo es también, si en ambos casos el Señor es quien conduce.

No obstante, es siempre delicado dar consejos a un hermano o una hermana. Si son dependientes, la voluntad de Dios se cumplirá en sus vidas para su bendición; pero aquel que aconseja, ¿la conoce verdaderamente? “No seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor” (Efesios 5:17). Los interesados pueden quedarse perplejos, pero el Señor lo permite. Puede servirse de uno de los suyos para guiar a otros. Pero se necesita prudencia para orientar a alguien en un camino que quizá no es el que el Señor ha previsto para él, sea en el servicio, en el matrimonio o en otras circunstancias de la vida. Se puede ser una ayuda, pero también una trampa.

En Gálatas 2:11 se nos refiere que Pedro fue a Antioquía. Conocía la libertad cristiana. Anteriormente había estado en casa de Cornelio, conducido por el Espíritu de Dios; luego había explicado a los ancianos de Jerusalén cómo había sido dirigido. Por eso comía con gentiles. Pero, he aquí que llegan a Antioquía algunos enviados por Jacobo; son legalistas, tradicionalistas. Pedro tiene miedo. Se aparta de los gentiles; entonces es un obstáculo para los otros judíos —entre ellos Bernabé— que simulan con él. Pedro abandona la verdad del Evangelio y Pablo debe reprenderle delante de todos.

Se puede haber ayudado a muchos, pero cuando, en lugar de contar con la aprobación del Señor, uno se deja influir por el legalismo, puede convertirse en obstáculo para sus hermanos. En el caso de Pablo y Pedro se trata por supuesto de verdades esenciales, no sólo de puntos de vista diferentes o de variadas interpretaciones de tal o cual versículo de la Palabra. Cuando se trata de verdades fundamentales, claramente expuestas en la Palabra de Dios, no hay que tener miedo de presentar la enseñanza tal como nos ha sido dada.

Aquila y Priscila son una ayuda para Pablo al recibirle en su casa de Corinto y ejercer todos el mismo oficio. Después, los tres van juntos a Éfeso (Hechos 18:1-3 y 19).

Apolos llega de Alejandría. Es un hombre elocuente y poderoso en las Escrituras, de espíritu ferviente, pero sólo conoce el bautismo de Juan. Pablo ya no está allí. ¿Le dirá abiertamente Aquila: «Tu enseñanza es insuficiente, pues no has comprendido la de Jesús»? Junto con su esposa, invitan a este hombre instruido y, en su casa, tranquilamente, le exponen “más exactamente el camino de Dios” (18:24-26). No le menosprecian. Apolos no tiene muchos conocimientos; es necesario esclarecerle en privado. Son una verdadera ayuda.

Ya hemos visto a Febe, sierva de la iglesia en Cencrea (Romanos 16:1-2). Se va al extranjero; ha sido de ayuda a otros, por lo cual Pablo, en reciprocidad, pide que ella sea asistida en todo lo que necesite. Es un bello ejemplo para nosotros. De igual manera los hijos son invitados a recompensar a sus padres por lo que ellos les han dado “porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios” (1 Timoteo 5:4). Los jóvenes recordarán las fatigas que sus padres padecieron por ellos; a menudo han trabajado duro para criarles, les han enseñado la Palabra y les han presentado en toda su vitalidad la Persona del Señor; por lo tanto, es necesario que los hijos muestren a sus padres su piedad y agradecimiento, y que continúen amándoles y respetándoles, aun cuando, después de haber fundado su propio hogar, ya no dependan de ellos. Algunos jóvenes olvidan a sus padres, como si éstos no hubiesen hecho nada por ellos. Esto es una injusticia que Dios no dejará de castigar (Proverbios 30:17). No se trata de devolverles dinero, sino afecto y cuidados.

Evodia y Síntique (Filipenses 4:2-3), en su momento combatieron por el Evangelio junto a Pablo. Ahora hay disensión entre ellas, quizá rivalidad. El apóstol suplica, a una y otra, que tengan un mismo sentir, una misma orientación de espíritu. Ruega también a su “compañero fiel” que ayude a esas dos hermanas.

No es fácil; pero, si un hermano es llamado a ayudar en tal caso, puede orar primero con una persona y luego con la otra y llevarlas a orar juntas, se habrá dado un gran paso. Esta ayuda en privado será mucho más eficaz que proclamar: ¡Lo que ocurre con estas personas después de haber trabajado juntas es un escándalo, una vergüenza! No hay que dramatizar nada, sino hacer resaltar el bien, como el Señor lo hace en las cartas de Apocalipsis 2 y 3; y a continuación exhortar con la humildad y el amor que convienen. Solamente el Señor puede mostrar lo que tenemos que decir, y también cómo decirlo.

La casa de Estéfanas nos es mostrada como ejemplo porque “se han dedicado al servicio de los santos” (1 Corintios 16:15).

En su última epístola, Pablo recuerda con emoción la visita de Onesíforo, el cual a menudo le había confortado y no se avergonzó de sus cadenas, sino que, cuando estuvo en Roma, le buscó solícitamente. El apóstol se acuerda también de los numerosos servicios que él prestó en Éfeso (2 Timoteo 1:16-18).

No todos estos hombres fueron apóstoles, pero, según las ocasiones que les dio el Señor, prestaron ayuda a su alrededor, entre otros al viejo apóstol, prisionero y abandonado.

Ojalá el Señor nos permita a todos buscar la ocasión para ser una ayuda a nuestro alrededor. Hay vacíos afectivos en muchos corazones, sobre todo en personas ancianas, las que pueden parecernos duras y antipáticas porque en realidad les falta afecto y respeto. Que los jóvenes y los menos jóvenes sepan testificarles a esos amigos el interés y la consideración que les son debidos. A todo aquel que se muestra dispuesto, sobre todo acerca de los más aislados y desprovistos, el Señor le abre el camino para prestar una ayuda que no será olvidada.

“Paz sea a los hermanos, y amor con fe, de Dios Padre y del Señor Jesucristo” (Efesios 6:23).