Una noche de desvelo

Ester 6

“Aquella misma noche se le fue el sueño al rey”. ¿Cómo sucedió esto? ¿Qué fue lo que quitó el sueño de los ojos del monarca y la pesadez de sus párpados? ¿Por qué el poderoso Asuero no pudo disfrutar de una gracia que, sin duda, era la porción del más pequeño de sus súbditos? Algunos quizás digan: «Las preocupaciones del reino le tenían tan agobiado que le arrebataron aquello de lo que todo hombre trabajador disfruta». Esto podría ser en otras noches, pero, en cuanto a “aquella misma noche”, debemos buscar una explicación del insomnio del rey en una dirección totalmente diferente. El dedo del Todopoderoso estaba en esa noche de desvelo. “Jehová el Dios de los hebreos” tenía una poderosa obra que cumplir, y, a tal efecto, retiró el «balsámico sueño» del lujurioso lecho del monarca de ciento veintisiete provincias.

Se observará que, a través de todo el libro de Ester, el nombre de Dios no se menciona ni una sola vez; sin embargo, la huella de su dedo se ve en cada acontecimiento. La circunstancia más trivial refleja la grandeza de su consejo y la magnificencia de sus hechos (Jeremías 32:19). El ojo natural no puede seguir el camino de Dios; la fe sólo sabe hacia adónde se dirige. Las maniobras del Enemigo no faltan, pero Dios está por encima de él. Se verá que cada movimiento de Satanás no es sino un eslabón en la maravillosa cadena de acontecimientos mediante la cual el Dios de Israel está llevando a cabo su propósito de gracia con respecto a su pueblo. Así es y así será siempre. La malicia de Satanás, el orgullo del hombre, las más hostiles influencias son sólo unos pocos instrumentos en las manos de Dios para el cumplimiento de sus propósitos llenos de gracia. Esto da el más grato reposo al corazón, en medio de las incesantes agitaciones y preocupaciones de la vida humana. “El fin del Señor” (Santiago 5:11) seguramente será visto. Su “consejo permanecerá, y hará todo lo que quiera” (Isaías 46:10). ¡Bendito sea su nombre por esta sustentadora seguridad del alma! Ella tranquiliza al corazón en todo momento. Dios está detrás de las escenas. Cada rueda, cada tornillo, cada eje de la compleja máquina de las vicisitudes humanas está bajo su control. Por más que su nombre no sea conocido o reconocido por los hijos de la tierra, su dedo es visto, su Palabra creída y su fin esperado por los hijos de la fe.

Cuán claramente se ve todo esto en el libro de Ester. La belleza de Vasti, el orgullo del rey al respecto, la deshonesta orden de éste, la indignada negativa de ella, la propuesta de los consejeros del rey, en una palabra, todo no es otra cosa que el desarrollo de los propósitos del Señor. De todas las jóvenes vírgenes de buen parecer reunidas en Susa, residencia real, no le será permitido a ninguna ganar el corazón del rey, salvo a una: Ester, huérfana de un hogar judío (Ester 2:7-8). Asimismo, de todos los oficiales, ministros y sirvientes del rey, a ninguno le será permitido descubrir la conspiración contra la vida del rey, salvo a “un varón judío cuyo nombre era Mardoqueo” (2:5). Y, en esa noche de desvelo, nada habrá de ser traído ante el monarca para distraerle durante sus pesadas horas de insomnio, salvo “el libro de las memorias y crónicas” (6:1). ¡Extraña recreación para un rey voluptuoso! Pero Dios estaba detrás de todo esto. Había cierto registro en ese libro acerca de “un varón judío”; éste tuvo que ser traído de inmediato ante los ojos del desvelado monarca. Mardoqueo debía ser recompensado por su fidelidad y lo sería de tal manera que llenaría de abrumadora confusión el rostro de Amán, el amalecita. En el mismo momento en que se estaba pasando revista a esta crónica, nadie más que el altivo y perverso Amán se hallaba en la corte del rey. Había venido para arreglar la muerte de Mardoqueo; pero se vio obligado, por la providencia de Dios, a programar el festejo del triunfo y la dignidad de Mardoqueo. Amán había venido para hablar al rey a fin de que hiciese colgar a Mardoqueo en la horca que le tenía preparada; en vez de esto, tuvo que vestirle con el vestido real, montarlo en el caballo en que el rey cabalgaba, y llevarlo, como un lacayo, por la plaza de la ciudad, pregonando su triunfo como si fuese un mero heraldo.

¿Quién podría haber imaginado que el más noble señor en todos los dominios de Asuero —un descendiente de la casa de Agag— se viera obligado a servir a un pobre judío y, más aun, a ese judío en particular y en un momento como ése? Seguramente, el dedo del Todopoderoso estaba en todo esto. ¿Quién sino un infiel, un ateo o un escéptico podría cuestionar una verdad tan obvia?

Pasemos a considerar ahora el orgullo de Amán. A pesar de toda su dignidad, riqueza y esplendor, su infame corazón se sintió dolido por un pequeño detalle que no cabe en el pensamiento de una mente verdaderamente lúcida o en un corazón bien equilibrado. Él se consideró desdichado por el simple hecho de que Mardoqueo no se quiso inclinar ante él. Aunque ocupaba el lugar más cercano al trono, aunque poseía las riquezas propias de un príncipe y se hallaba en una posición digna de un príncipe, con todo le oímos decir: “Todo esto de nada me sirve cada vez que veo al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey” (5:13). ¡Hombre miserable! La posición más alta, la riqueza más grande, la influencia más vasta, los gestos más halagüeños del favor real, todo esto “de nada sirve” ¡sólo porque un pobre judío rehúsa inclinarse ante él! ¡Cómo es el corazón humano! ¡Cómo es el hombre! ¡Cómo es el mundo!

“Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 16:18). Amán probó esto. En el momento mismo en que parecía estar a punto de plantar su pie en la más alta cima de su ambición, una Providencia justa y retributiva trajo a escena, de una manera maravillosa, a un hombre —cuya sola presencia amargó una vida de magnificencia y esplendor— a quien Amán se vio obligado a servir; y la misma horca que había mandado preparar para su anhelada víctima ¡fue utilizada para su propia ejecución!

Y permítasenos preguntar aquí: ¿Por qué Mardoqueo rehusó inclinarse ante Amán? Rehusar el acostumbrado honor que se le debe al más noble señor del rey, a su más alto oficial, ¿no suena a ciega obstinación? Seguramente que no. Es verdad que Amán era el oficial más eminente de Asuero; pero él era, además, el más grande “enemigo” de Dios al ser el más grande “enemigo de los judíos”. Era amalecita; y Dios había jurado que habría de tener “guerra con Amalec de generación en generación” (Éxodo 17:16). ¿Cómo, pues, un verdadero hijo de Abraham podría haberse inclinado ante uno con quien Dios estaba en guerra? ¡Imposible! Mardoqueo podía salvar la vida de un Asuero, pero nunca inclinarse ante un amalecita. Como fiel judío, caminaba lo bastante cerca del Dios de sus padres para no rendir homenaje a uno de la simiente de Amalec.

De ahí que la firme negativa de Mardoqueo a inclinarse ante Amán no fuera el fruto de una ciega obstinación ni de un absurdo orgullo, sino de una preciosísima fe y de una íntima comunión con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Él nunca podía renunciar a la dignidad que pertenecía al Israel de Dios. Permanecería en pie, por la fe, desplegando el estandarte de Jehová, y nunca así podría rendir homenaje a un amalecita entretanto se mantuviera en esa posición. Y, aunque el pueblo de Dios se hallara “esparcido y distribuido entre los pueblos” (3:8); aunque su hermosa casa se hallara en ruinas; aunque la antigua gloria de Jerusalén se hubiera ido ¿habría de abandonar la fe, la alta posición que Dios, en sus consejos, le había asignado a su pueblo? De ninguna manera. La fe reconoce la ruina y, una vez que echa mano de la promesa de Dios y ocupa, con santa dignidad, la base que esa promesa ha levantado para todo aquel que deposite su fe en ella, camina en paz. Mardoqueo fue llevado a sentir hondamente la ruina. Él podía rasgar sus vestidos y cubrirse de cilicio y ceniza, pero nunca inclinarse ante un amalecita.

Y ¿cuál fue el resultado? Su cilicio fue cambiado por ropajes reales; su lugar a la puerta del rey, por un lugar junto al trono. Él, en su propia y feliz experiencia, realizó la verdad de esa antigua promesa, a saber, que Israel debía ser puesto “por cabeza, y no por cola” (Deuteronomio 28:13). Así fue con este fiel judío de la antigüedad. Él se situó en ese elevado terreno en el que la fe siempre coloca al alma. Él ajustó su camino, no conforme a la percepción natural de las cosas que le rodeaban, sino conforme a la percepción de la fe en la Palabra de Dios. La naturaleza podía decir: «¿Por qué no bajar el nivel de acción a la altura de las circunstancias en las que se está? ¿Por qué no adaptarse a las condiciones externas? ¿No habría sido mejor reconocer al amalecita, viendo que el mismo se hallaba en el lugar del poder?». La naturaleza podía hablar así, pero la respuesta de la fe fue simple: “Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Éxodo 17:16), esto es para siempre. La fe hecha mano del Dios viviente y de su eterna Palabra; queda en paz y camina en santa elevación.

Ojalá la santa instrucción del libro de Ester pueda hallar cabida en nuestras almas por el poder del Espíritu Santo. En él vemos la Providencia de Dios, el orgullo del hombre y el poder de la fe. Además, él nos provee de una notable figura de las acciones y caminos de Dios en favor de su pueblo Israel, de la súbita destrucción de su orgulloso opresor final, de su restauración y de su bendición, reposo y gloria eternos.