Las Escrituras emplean a menudo imágenes y parábolas para poner a nuestro alcance las verdades que nos presenta, como así también para enlazar pasajes diferentes que tocan un tema bajo diversos puntos de vista.
La palabra “cena”, principalmente cuando se aplica a una gran cena, sorprende por la intención y grandeza del que la ofrece. No se trata, por ejemplo, de pedazos de pan seco y vasos de agua para quitar el hambre y la sed de las muchedumbres que participan. No sólo los alimentos y los vinos elegidos, sino también los preparativos para la fiesta y la decoración gloriosa —respondiendo a la opulencia de un rey— tienden a la satisfacción y alegría de todos, según exige la circunstancia.
Fue así con el festín del rey Asuero, cuando su reino quedó establecido. Hallamos su relato al principio del libro de Ester. Todo el aparato del festín, y los vasos de oro en los cuales se servía el vino, atestiguaban la opulencia, la grandeza y el poderío del monarca (1:1-9).
En el libro de los Proverbios se emplea una figura semejante para hacernos comprender los recursos de la sabiduría (9:1-6). El corazón, saciado de las cosas más excelentes, disfruta, en paz, de las riquezas de la gracia divina; y la convocación se dirige a todos los necesitados de sabiduría. Y ocurre siempre así por parte del Dios de toda gracia.
Las tres cenas que mencionaremos difieren en cuanto al tiempo y el lugar. Según veremos, se suceden. Las dos primeras hablan de la gracia y el gozo divino, la tercera de un juicio preparado para el mundo incrédulo. La primera debe tomarse en un sentido espiritual, ya que simboliza la obra del Espíritu de Dios actualmente; las dos restantes son realidades en relación con lo que sucederá pronto, cuando el Señor Jesús venga para establecer sus derechos en los cielos y la tierra.
Cristo tiene ya toda potestad, según leemos en Mateo 28:18; consecuentemente, el Evangelio puede predicarse dondequiera, pese a toda la oposición de Satanás y el mundo. Sin embargo, esa autoridad no rige todavía en forma visible: “Pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas”; pero, por la fe, “vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte” (Hebreos 2:8-9). Ahora bien, a esta posición gloriosa del Señor se vincula la obra del Espíritu Santo (1 Pedro 1:12). Véase también Hechos 2:33, donde el apóstol declara: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís”. La parábola de Lucas 14:16-24 muestra los efectos. Se le llama:
La cena de la gracia
Leemos en Lucas 14:16-17: “Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a su siervo a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado”.
Efectivamente, esta cena es grande bajo todo concepto: no sólo se prepara para todos, sino que Aquel que la ofrece no es un hombre, por importante que sea: es Dios mismo, el Creador de todas las cosas. Y lo que da tan liberalmente es de un valor incalculable para nosotros. El Dios Salvador no quiere dejar en su miserable estado a los que el pecado separó de él. En virtud del sacrificio de su Hijo único y amado, les abre las esclusas de su amor y les invita, por su Evangelio, a que se sumerjan, libremente y sin tardanza, en los tesoros de su gracia, los que responden a las necesidades de sus almas.
Notemos todavía que estas dos palabras “grande” y “muchos” se refieren a promesas incondicionales que Dios hizo a su siervo Abraham, al establecerle “padre de muchas gentes” (Romanos 4:17), promesas que mencionan las Escrituras de un cabo al otro (véase Isaías 51:2; Ezequiel 34:26; 37:26; Romanos 4:16; Gálatas 3:8-9; Hebreos 6:13-20). La bendición es según la grandeza y el poder de Dios, quien quiere obrar según su carácter actual y eterno. La multiplicación que vemos en estos pasajes indica que no hay límites en la aplicación de la gracia: se ofrece a todos sin restricción, cualquiera que sea la nación. Ahora bien, la fe se posesiona de lo que Dios ofrece; en otros términos, responde a su invitación gratuita. Así que todo es por la fe, y para la fe: se trata de acudir sencillamente a la invitación de Dios.
El “siervo”, citado en la parábola, muestra claramente el trabajo del Espíritu Santo en este mundo. Dios otorga la paz, el perdón y la salvación a los que acuden al Señor Jesús; y Él los introduce en su comunión, brindándoles así un gozo perfecto.
Lector, ¿no quieres tú responder a la invitación de Dios? Si te reconoces culpable y pecador indigno como el hijo pródigo de la parábola (Lucas 15), recuerda que en Él hay plenitud de gracia para hacer frente a tu miseria. ¡Qué descubrimiento para mí, pobre gusano de la tierra, hallar que el Dios Todopoderoso, Creador del Universo, quiere hacerme partícipe de su propia felicidad, no sólo aquí, sino también por la eternidad junto a Él!
No se trata, pues, de quedar afuera, razonando sobre lo que la cena podrá ser; hay que entrar y comer. El mismo Jesús dijo: “El que me come, él también vivirá por mí” (Juan 6:57); se trata de alimentarnos de Cristo, de lo que Él es para Dios, y de lo que sufrió por nosotros.
Cuando la mujer pecadora, atraída por el amor de Jesús, vino a Él, su alma fue “saciada... como de meollo y de grosura” (Salmo 63:5). Oyó estas palabras alentadoras del Salvador: “Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, ve en paz” (Lucas 7:48-50). Las tres bendiciones, que fueron su parte inmediata —el perdón, la salvación y la paz— se ofrecen hoy a todo pecador que, como ella, se reconoce así a los pies del Salvador.
¡Ten cuidado! no rechaces la invitación. La concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, alejaron de la cena y las bendiciones ofrecidas a los primeros convidados de la parábola. ¡Qué enseñanza para nosotros! ¿No sabemos que “los que siguen vanidades ilusorias, su misericordia abandonan” (Jonás 2:8)? Si llegas a morir en tus pecados ¡cuán terrible será tu suerte por la eternidad! Dejado “afuera” (Mateo 25:30), las tinieblas y las penas eternas serán tu porción. Es lo que veremos por las dos cenas restantes.
Digamos primero que todos los que, respondiendo a la invitación divina y gratuita, acuden a la “gran cena” de la gracia divina, participarán también de las “bodas del Cordero” que llaman ahora nuestra atención. Esta cena es todavía futura. Aquella de la gracia es para el tiempo presente, y de ahí la importancia capital de no demorar un instante más. El día de salvación está próximo a su fin. Pero aun resuena el llamamiento: “Venid, que ya todo está preparado” (Lucas 14:17). Date prisa antes que la noche venga “cuando nadie puede trabajar” (Juan 9:4), antes que se cumplan estas terribles palabras: “Y se cerró la puerta” (Mateo 25:10).
Pasaremos, pues, a la segunda cena que llamaremos cena de la felicidad:
Las bodas del Cordero
¡Qué admirable porvenir para los creyentes que gozan de paz, perdón y salvación! Serán arrebatados de la escena presente, librados de la ira y del juicio que se cierne sobre este mundo, para ser introducidos, por su Salvador, en los lugares que él mismo preparó para ellos en la casa del Padre.
Las Escrituras nos revelan de qué manera sucederá esto: “El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor” (1 Tesalonicenses 4:16-17). Además, el mismo Señor dijo a sus discípulos, la noche que fue entregado: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).
Así que los rescatados estarán con su Salvador, no por poco tiempo, como durante el curso de su ministerio aquí, sino para siempre. La Esposa de Cristo estará con su Esposo celestial. He aquí lo que el bienaventurado apóstol Juan oyó: “Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios” (Apocalipsis 19:6-9).
¡Qué suerte preciosa entre todas! ¿no es verdad? Estar en las bodas del Cordero, del Señor de gloria, contemplarle en su hermosura y gozar plenamente de su amor que sobrepuja todo entendimiento ¿qué hay de comparable a esto?
Pero, recordemos: ninguno de los que menospreciaron la invitación a la cena de la gracia en la tierra, tendrá parte en las bodas del Cordero; para ellos habrá, poco tiempo después, la cena del juicio mencionada en el mismo capítulo. Esto nos trae a la memoria otra parábola del Señor, la que pone de relieve los pensamientos del “gran Rey” acerca de su Hijo (Mateo 5:35; 22:11-13). Quería hacer “bodas” para Él. Aquel que entró sin el “vestido de bodas”, dado gratuitamente a todos, fue echado “en las tinieblas de afuera, allí será el lloro y el crujir de dientes”. Terrible advertencia para los que desechan la gracia de Dios.
La cena del juicio
Los acentos de la gracia ya no resuenan; otra voz, muy distinta, repercute. Escucha lo que dice: “Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes” (Apocalipsis 19:17-18).
Aquel que se conoce como Salvador, por el Evangelio de la gracia, será entonces el Juez de todos los que no se preocuparon por el perdón y la salvación ofrecidos“ a su tiempo” (Romanos 5:6); aquel que apareció una vez en humillación viene con poder y grande gloria; viene del “cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:7-10).
Como vemos, hay todavía en ese pasaje el contraste entre el cielo y la tierra. Los que están con Cristo viene con Él en gloria, mientras que los rebeldes son juzgados en la misma tierra que buscaron y desearon para ellos (Job 22:8; Salmo 73:12; Isaías 5:8; Apocalipsis 13:8). Cuando les sorprende el juicio, están en guerra abierta contra “el Cordero” que aborrecieron; y aquellos que les conducen —bajo la instigación de Satanás— a ese espantoso encuentro, son lanzados vivos en el lago de fuego (Apocalipsis 16:13-16; 19:20; 20:10).
Amado lector, presta atención una vez más; tienes un adversario temible. Si todavía no acudiste a la invitación de la gracia, no confíes en hacerlo mañana, pero responde a la tierna voz del Salvador: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).
“A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tiene dinero, venid, comprad y comed, Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche. ¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Oídme atentamente, y comed del bien, y se deleitara vuestra alma con grosura. Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma” (Isaías 55:1-3).