Preferir un objeto a otro, tal persona a tal otra, es algo común debajo del sol. Las predilecciones están arraigadas en el hombre desde que mora en la tierra: son naturales, humanas; no se pueden impedir.
Usted es libre de escoger tal paisaje a tal otro y de gustar particularmente, entre múltiples cosas de igual naturaleza o diferentes, aquella que le satisfaga a usted mejor. Y si le digo que a tal cuadro que a usted le encanta, prefiero otro que es especialmente de mi agrado, por eso no le indispondrá, porque la variedad de preferencias y de gustos es infinita.
Sin embargo, en determinados casos existen motivos para examinar seriamente las razones de nuestras inclinaciones, principalmente cuando se trata de las personas, y comprobaremos entonces que, en tales preferencias, puede haber algo condenable que emana de nuestros corazones egoístas y vanidosos, por lo que no debemos dejarnos gobernar por ellas.
Si Jacob tenía una preferencia muy legitima por su hijo José, Isaac por otra parte, amaba más bien a Esaú que a Jacob, simplemente porque la caza era su vianda. Sus predilecciones eran carnales, demasiado humanas, diremos. Todas no son tan bajas en apariencias, pero no obstante participan de esa naturaleza egoísta que está en nosotros, enteramente llena de orgullo. Por ejemplo, ellas pueden hacerme escoger tal joven como amigo, no solamente porque me es simpático o porque haya en él lo que responda a mis gustos (lo que se asemeja ¿no se asocia naturalmente?), sino también porque puede halagarme, y éste es un punto esencial respecto al cual debemos velar.
La verdadera y útil amistad, según Dios, debe elevarse por encima de las inclinaciones puramente humanas, por encima del espíritu de clase y de partido que caracteriza a nuestros tiempos y divide a la gente. La amistad desnaturalizada, que no merece el nombre de cristiana, nos aísla del conjunto de nuestros hermanos y nos lleva, por una cuestión de preferencia demasiado interesada, a agradarnos a nosotros mismos y a satisfacer nuestros gustos en la elección de aquellos a quienes quisiéramos asociarnos.
Ahora bien, debemos propender a pasar por alto lo que es propio del hombre en la carne y aplicarnos a amar indistintamente y sin espíritu de partido: “ Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Filipenses 2:3).
Evitemos asimismo las comparaciones que pueden ser peligrosas y seamos prudentes al cotejar a nuestros hermanos, tanto jóvenes como de más edad, no apresurándonos a formular una apreciación recalcando que preferimos tal hermano a tal otro.
Usted admira, con razón, la rosa magnífica de perfume embriagante, pero no olvide que Dios puso igualmente su gloria en la humilde florecilla que su pie huella. No compare usted, o bien compare sabiamente y aprecie cada cosa en su lugar en la admirable diversidad que le ofrece la maravillosa creación de Dios, en su unidad. Y esta sorprendente diversidad en la unidad se halla en los dones del Señor y en el Cuerpo que es uno, donde cada miembro debe estimarse en su sitio. ¿Por qué cotejar la mano con el pie puesto que tienen una función diferente? Y ¿por qué uno se llamaría del nombre de Pablo y el otro de Apolos? “Que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1 Corintios 12:25).
¡Cuán grandes y bellas son las lecciones del amor divino que se interesa en lo que es pequeño y menospreciable! Y ¡cuán mezquinas y frágiles son, la mayoría de las veces, nuestras predilecciones tan pequeñas frente a ese amor que nos inunda! Generalmente están basadas sobre lo que el hombre valora: lo exterior, las cualidades naturales, el talento, el dinero y nos dejan ignorantes en cuanto a las virtudes ocultas en aquellos a quienes apreciamos poco y que, por el hecho de ser frágiles, sufren la influencia de todos los vientos de murmuraciones y zozobran fácilmente las disensiones, las querellas, y hasta el odio.
Por esto, persigamos más bien las cosas que tienden a la paz y a la edificación mutua y no insistamos sobre las razones excelentes que tengamos para querer más a una persona que a otra, ocultando quizá en nuestras palabras o en nuestros corazones algún menosprecio secreto hacia aquellos a quienes humillamos.
Pero si, después de todo quisiéramos cultivar las preferencias, inclinémonos entonces con predilección hacia los abandonados, hacia los hermanos que cuentan con menos privilegios entre nosotros, no olvidando, sin embargo, a los demás: “Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes” (Romanos 12:16).