Servir con alegría

Salmos 100:2 – Efesios 6:7

Servid a Jehová con alegría.”
(Salmo 100:2)

Sirviendo de buena voluntad.”
(Efesios 6:7)

¡Servir con alegría! ¡Qué privilegio poder hacerlo! El hombre, en general, no considera el cumplimiento del servicio como un tema de alegría. Para él, servir es un deber, al cual no se somete, en muchos casos, que por necesidad. ¡Con qué gusto destruiría el yugo que pesa sobre él, si pudiese hacerlo! ¡Cuán satisfecho se siente su orgullo, cuando llega a hacerse servir por sus semejantes y a asumir ante ellos el lugar de aquel que tiene el poder de dictar su voluntad! Sí, servir contraría al hombre orgulloso, mientras que ama ser servido.

El creyente está llamado a servir, y a servir con alegría, no como una obligación, sino como haciendo de corazón lo que es agradable a Dios. Lo puede, puesto que tiene a Cristo ante él, como objeto y finalidad de su vida. Sirve al Señor en todo. Encuentra en él su modelo, puesto que su Señor ha sido el Siervo perfecto, aquel que de su plena voluntad declaró querer ser “siervo para siempre” (Éxodo 21:5-6), y que dijo: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). Toda nuestra vida debe ser un servicio gozoso, puesto que somos salvados para servir. Los tesalonicenses ¿no se habían convertido “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10)? ¿Y no es eso también todo en nuestra vida?

El verbo “servir” tiene, en la Palabra, más de un sentido. No solamente expresa lo que es la función del siervo frente a su amo, sino que también indica la parte del adorador hacia Dios. Podemos, pues, servir a Dios y servir al Señor de maneras diferentes, pero en todo y en todas partes podemos servir con alegría. ¡Qué gozo llena nuestros corazones cuando cumplimos el servicio de adoradores y aparecemos ante Dios con los cestos llenos de los frutos de su gracia! Nos prosternamos ante él y nos regocijamos de todo el bien recibido (Deuteronomio 26:10-11). Aquí la alegría es legítima y siempre deberíamos estar alegres (16:15). Pero esta alegría ¿es verdaderamente la parte experimentada por cada uno de nosotros? Ya que tenemos privilegios infinitamente más elevados que aquellos del pueblo de Jehová bajo el antiguo pacto, ¿nos sentimos verdaderamente felices y contentos en ese servicio tan maravilloso, tan indeciblemente grande de la adoración, considerando lo que Dios es y lo que ha hecho de nosotros? Esta alegría ¿es la tuya? ¿Estarías triste o taciturno en la presencia bendita de aquel que ha dado por ti a su Hijo muy amado y que te invita a regocijarte en él? Si ésta no es nuestra alegría, pidámosle que nos abra los ojos sobre el extraño estado de nuestra alma, con el fin de que, a partir de ahora, podamos aparecer ante su faz con el corazón lleno de gozo y rebosante de reconocimiento, pues ¿no es ese nuestro eterno servicio?

Pero, aparte del bendito y elevado servicio de la adoración, especialmente cumplido en común, cada uno de nosotros tiene su servicio particular de todos los días, el cual nos llama a descender de las cumbres bañadas por el rocío (Salmo 133) —donde nos sentimos tan cerca del cielo en comunión con el Señor y sus muy amados— y nos hace volver a la soledad de los llanos arenosos de un mundo hostil. Cambiamos la suavidad de la reunión de los santos por la aspereza del desierto donde crece la espina. Dejamos el lugar de la presencia del Señor —ante quien hay plenitud de gozo— para encontrarnos en la presencia del hombre impío y malvado. La atmósfera ha cambiado. Nuestro servicio ha cambiado, pero permanece en medio de todo. ¿Va a continuar con alegría? La humilde madre de familia quien desde la mañana a la noche entrega su cuerpo cansado a las cargas de su labor cotidiana ¿va a poder experimentar algo del gozo propio del servicio? ¿Puede ella servir con alegría? El padre de familia en la mina, el hombre joven en sus estudios o en la oficina, la sirvienta cerca de su ama, ¿podrán cumplir gozosamente su tarea? “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís” (Colosenses 3:23-24). “De corazón haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres” (Efesios 6:6-7). Sí, podemos servir al Señor constante y felizmente, haciendo todas las cosas para él con él. ¡Cuánto más fácil llega a ser todo cuando ponemos en práctica ese principio! La tarea penosa se convierte en una carga ligera. La precedente tristeza del corazón se sosiega. Nos sentimos más libres. El humor y la cara cambian. La murmuración deja el lugar al contentamiento y, para terminar, el corazón rebosa en acción de gracias hacia aquel a quien tenemos el privilegio de servir. Ese gozo ¿es el tuyo? ¿Has hecho tuya la felicidad de poder servir al Señor, con la fuerza que da él, incluso en los trabajos más fastidiosos de la vida del hombre? Recuerda que no estás al servicio del hombre, sino al servicio del Señor. Cesa, pues, de mirar al hombre. Haz callar las voces que te incitan a la rebelión. Sirves al Señor y debes servirlo con alegría. No te abstengas de ese privilegio por más tiempo. Considera lo que te dice la Palabra y pon tus miradas en aquel que ha sufrido por ti, dejándote ejemplo para que sigas sus pisadas (1 Pedro 2:21).

 

Detengámonos ahora un momento sobre otro servicio que podemos cumplir igualmente con gozo. Es el servicio para los santos” (2 Corintios 9:1). Ahí también es cuestión de gozo, pues está dicho que Dios ama al dador alegre. Somos exhortados a sembrar generosamente, a hacer según nos lo hemos propuesto en nuestro corazón, no con tristeza, ni por necesidad, sino con alegría (v. 6-7). ¡Nuevo y bendito privilegio! ¿Lo cumplimos en verdad? ¿Somos felices de dar al hermano pobre? La Palabra ya nos dice en Deuteronomio 15:10: “Sin falta le darás, y no serás de mezquino corazón cuando le des”. ¡Oh, seamos felices de haber recibido algún bien de parte del Señor y de poder servirnos de él en favor de nuestro prójimo! El que hace misericordia, lo haga con alegría (Romanos 12:8). Sí, sintámonos felices y contentos al servicio del Señor y empleemos los bienes, las fuerzas y el tiempo que él nos da para su gloria y para el bien de los suyos. Dar con gozo no es empobrecerse, sino que es ser enriquecido por parte de Dios con bienes nuevos y más grandes. Recordemos que, de todos modos, “el alma generosa será prosperada”; que “el que saciare, él también será saciado” (Proverbios 11:25) y que “más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Las ocasiones, hoy, no faltan. “A los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Juan 12:8). ¿Queremos procurar este gozo a nuestros corazones y regocijar el corazón del Señor sirviendo “a uno de estos pequeños”? Démosle la ocasión de bendecirnos poniendo gozosamente nuestros bienes a su disposición. Le pertenecen. “Probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10).

El gozo es de todos los días y se encuentra en todas las circunstancias. Lo encontramos en la cárcel, al servicio del Señor (Hechos 16:25). Se trasluce en medio de las lágrimas. Resplandece en el sufrimiento. Se experimenta incluso en el despojo: “El despojo de vuestros bienes sufristeis con gozo” (Hebreos 10:34). ¿No se nos ha dicho: “Regocijaos en el Señor siempre” (Filipenses 4:4)? Entonces, si siempre debemos regocijarnos en él, es evidente que siempre debemos servirle con gozo. Pero ¿qué decir del gozo del gran apóstol? Él, yendo al encuentro de una muerte cruel, podía escribir: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia; de la cual fui hecho ministro” (Colosenses 1:24-25), y más tarde: “Y aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me gozo y regocijo con todos vosotros. Y asimismo gozaos y regocijaos también vosotros conmigo” (Filipenses 2:17-18). ¡Qué gozo y qué servicio! Pero también ¡qué abnegación! El mismo apóstol podía además escribir a los corintios: “Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos” (2 Corintios 12:15).

No tenemos que compartir el servicio especial que había recibido el apóstol Pablo, pero podemos compartir los mismos sentimientos en el servicio que nos es confiado, por humilde que sea. El gozo se asociará a toda nuestra actividad si nuestros ojos están puestos en el Señor y buscamos agradarle en todo. Prosigamos, pues, nuestra feliz carrera puestos los ojos en él, “el autor y el consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2). Seamos infinitamente felices y agradecidos de poder servirle con gozo en lo que es pequeño, como también en lo que es grande. Pronto el humilde esclavo compartirá el gozo del Amo. Pronto escuchará de su boca esas dulces palabras: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21).