Vuélvete a mí /3

Lucas 22:31-62

2) Alejamiento en los caminos (Lucas 22:31-62)

No cabe duda de que ningún creyente que se aleja es feliz. Y el Señor quiere que seamos profundamente felices. Si usted no lo es, es porque no está en buen estado. Hay algo que no está bien, y cuanto antes lo solucione, mejor. Tal vez usted sabe de qué se trata, y es consciente del peligro que hay en persistir en un mal estado de alma. Si no se corrige, empeorará. Es, pues, muy importante que el que se alejó sepa cuál es el camino de la restauración.

No hay nadie que al oír hablar de alejamiento no diga: «¡Que Dios me guarde!» Sin embargo, es bastante fácil alejarse sin percatarse de ello. La decadencia en el corazón no es algo inmediato. Sansón era un hombre notable, en un sentido no hubo otro que se le asemeje en el Antiguo Testamento. Veamos su historia: Nazareo, separado para Dios, no había hazaña que no pudiese realizar. ¿Cuál era su secreto? Era sostenido por Dios, y mientras permaneciese separado, Dios lo guardaba y lo fortalecía. Pero luego sus afectos se desviaron de Dios; su corazón fue tomado por una mujer que terminó traicionándolo. ¿Cuál fue su primer paso en el descenso? Perdió su separación. Lo que el diablo desea ante todo es obligarnos a frecuentar el mundo. Desde el momento en que usted o yo dejamos de estar separados del mundo y sus caminos, la decadencia comienza en nuestra alma. Es tan seguro como el ocaso del sol en el cielo al atardecer.

La mujer con la cual Sansón vivía intentó arrancarle el secreto de su fuerza. “Y aconteció que, presionándole ella cada día con sus palabras e importunándole, su alma fue reducida a mortal angustia. Le descubrió, pues, todo su corazón” (Jueces 16:16-17). Terminó por decirle que su fuerza estaba en relación con su cabellera. Era nazareo… “Y los principales de los filisteos vinieron a ella, trayendo en su mano el dinero. Y ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas, y llamó a un hombre, quien le rapó las siete guedejas de su cabeza; y ella comenzó a afligirlo, pues su fuerza se apartó de él. Y le dijo: ¡Sansón, los filisteos sobre ti! Y luego que despertó él de su sueño, se dijo: Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no sabía que Dios ya se había apartado de él. Los filisteos le echaron mano, le sacaron los ojos y lo llevaron a Gaza; y lo ataron con cadenas para que moliese en la cárcel” (v. 18-21).

Con el corte de su cabellera lo primero que Sansón perdió fue su separación. Luego su fuerza. Y por último perdió su libertad. Esta vez fue realmente cautivo. ¿No había sido ya atado antes? Sí, y con cuerdas nuevas, pero fueron como un hilo (v. 11-12). Había perdido su separación, y ahora que su fuerza se había ido, perdía su libertad, para perder pronto su vista y finalmente la vida. Si usted pierde su separación, pronto perderá su fuerza, su libertad, su vista y su vida como testigo. Sansón es el triste ejemplo de un hombre que sufrió una caída vertical. Es la imagen de un cristiano que se comprometió con el mundo y fue despojado de todo lo relacionado con el servicio de Cristo. ¡Que Dios nos guarde, porque la historia de Sansón es de extrema solemnidad!

Pero vamos a Pedro. Es hermoso ver de qué manera ese discípulo fue restaurado. Este capítulo 22 de Lucas nos habla del instante en el que cayó externamente. En la historia de Pedro hay cuatro puntos destacados sobre los cuales quiero llamar la atención: su conversión, su consagración, su caída, su restauración. Este querido apóstol ocupaba un lugar notable. Tenía un gran corazón y mostraba una gran devoción. ¡Hasta caminó sobre las aguas! ¡Pero se hundió, diría usted! Lo sé, pero antes de hundirse caminó sobre las aguas. El afecto por Cristo lo hizo salir de la barca y andar sobre el mar; pero el afecto por Cristo no nos garantiza la seguridad si no fijamos continuamente los ojos en Él. ¡Esto es de suma importancia!

En el capítulo primero del evangelio de Juan tenemos el relato de la conversión de Pedro, cuando encontró a Jesús por primera vez. El Señor cambió su nombre. “Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (Juan 1:42). Allí se convirtió, pero no se consagró a Cristo.

Nosotros también nos convertimos, y cada uno puede decir: soy creyente y sé que soy salvo. Pero ¿estamos comprometidos realmente a seguir a Cristo? Si no, nos parecemos mucho a Pedro cuando estaba entre el capítulo primero de Juan y el quinto de Lucas. En el pasaje de Lucas vemos al Señor buscando un lugar desde el cual pudiese hablar a la multitud, y para ello se subió a la barca de Pedro. El Señor fue el mejor predicador del mundo, y no habrá otro semejante a él, muy simple y práctico. “Y abriendo su boca les enseñaba” (Mateo 5:2). Se dirigía a la multitud que estaba en la orilla del lago y, por el hecho de que les hablaba desde la barca, todos podían verlo y oírlo.

En esta ocasión les presentó la hermosa parábola del sembrador y la semilla (véase Mateo 13:1-8 y Marcos 4:1-8). Ese día la verdad penetró en el corazón de Pedro. ¡Qué escena extraordinaria habrá sido! Vemos a Pedro sentado en su barca y escuchando toda esa maravillosa enseñanza. Pertenecía a Cristo pero hasta ahora no lo había seguido. Entonces, al terminar de hablar, el Señor, que no quiere ser deudor de nadie, hace como si dijese a Pedro: voy a recompensarte por el préstamo de tu barca: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red” (Lucas 5:4-5). Sacaron tantos peces que la red se rompía y tuvieron que llamar a los vecinos para que les ayudasen. “Vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían” (v. 7). En su vida Pedro no había hecho jamás tal pesca y cuando lo vio “cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (v. 8).

¿Qué causó esta mención de su pecado? Tal como estaba, su alma recibió una revelación de la gloria de la persona de su Maestro: Dios y al mismo tiempo Hombre. Pienso que se llenó de confusión pensando en lo que había sido su camino personal desde su encuentro inicial con el Señor. Ese día Pedro aprendió su primera gran lección. La luz de Dios brilló en su alma. Y aunque diga: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”, apenas alcanza la orilla, deja todo y sigue a Jesús. Entonces se consagra a Él y comienza a seguirlo.

A veces sucede que las personas se vuelven al Señor cuando les ha ido mal en las cosas de la tierra. En tales circunstancias, alguien dirá fácilmente: Pienso que ahora me consagraré a Él. Pero Pedro se hallaba en las condiciones más favorables cuando lo dejó todo para comenzar a seguir al Señor. Cristo llenaba su corazón, y la gloria de Su persona eclipsaba todo aquí abajo. Dejó todo y siguió a Jesús. ¿Hubo un punto de inflexión similar en su vida o en la mía? No hay pregunta más importante que podamos hacernos.

Es interesante ver cómo Pedro ocupa un lugar de primer plano en los evangelios, precisamente a causa del afecto de su alma por el Señor, afecto unido a una energía que a menudo lo hacía errar debido a su confianza en sí mismo.

Sabemos hasta dónde lo llevó esta confianza en sí mismo. En el capítulo 22 de Lucas el Señor fue traicionado y sabía que iba a morir. Cuando reunió a sus discípulos en el aposento alto y les dio una expresión suprema de su amor en el partimiento del pan, les anunció que uno de ellos lo habría de entregar. Pedro no sabía quién sería, y le hizo señas a Juan para que le preguntara. Y Juan, recostado en el pecho del Señor le preguntó. Todos sabemos por experiencia que no hay nada mejor que mantenerse cerca de Cristo. No podemos estar en una intimidad demasiado grande con el Señor, y no hay nada que desee tanto como tenernos cerca de Él. No había ninguna nube entre Jesús y Juan, y este hizo la pregunta: “Señor, ¿quién es?” (Juan 13:23-25).

Después de la cena, el Señor declaró: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:31-32). Esto es muy llamativo. Es esencial para cada uno de nosotros acordarse de que el Enemigo nos persigue siempre.

La manera en que el Señor advierte a Pedro es llamativa. Dice: “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo”. Nótelo bien, es trigo. Tal vez usted diga: Yo ya fui zarandeado. ¡Y bien, algo es seguro: si usted no fuese trigo, no hubiese sido zarandeado! Si usted fuese solo el cascabillo, el diablo lo dejaría tranquilo. No molesta jamás a sus propios sujetos, los deja en paz. Solo a los creyentes no cesa de atacarlos. El pecado en un pecador es malo, pero el pecado en un creyente lo es incomparablemente más, porque pecamos contra Cristo y la luz. Por eso el pecado es mucho más malo en mi vida, siendo creyente, que cuando era un pobre pecador perdido. Así, no desespere si Satanás lo zarandea. La confianza en sí mismo fue el secreto de la caída de Pedro, y es también la causa más frecuente de nuestras caídas. Entonces vale la pena que la confianza en nosotros mismos sea quebrantada. ¡Dios quiera que sea así!

Pero el Señor continúa: “Pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”. Deberíamos también orar así en favor de los siervos del Señor. Oren por los que están en la primera línea de batalla. El diablo está siempre listo para hacerlos tropezar. Antes que Pedro fuese tentado Jesús había orado. “Yo he rogado por ti”. ¡Estas palabras nos procuran mucho alivio! La intercesión del Señor a favor de nosotros es de un precio inestimable y puede animar mucho nuestros corazones. No obstante, no dejemos de ser vigilantes y de orar.

En la oración que el Señor enseñó a sus discípulos, encontramos estas palabras: “Y no nos metas en tentación” (Mateo 6:13). Deberíamos hacer a menudo este pedido. Cuando el Señor se encontraba en presencia de una dificultad, siempre oraba. Lo encontramos en oración en muchas ocasiones diferentes en el evangelio de Lucas. Así también en nuestro capítulo 22 (v. 41). La hora del dolor supremo llegó para Él, y se le rechazaba como Mesías. Por lo cual declara: “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (v. 53). Entonces era más que necesario aferrarse firmemente a Dios. Oraba por sí mismo, pero primero dice a su débil discípulo: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (v. 32). La fe puede desfallecer, y sin duda que cuando Pedro abrió los ojos y descubrió lo que había hecho, quedó sumido en gran desesperación. Pero el amor había orado por él, y fue protegido de remordimientos y del suicidio como Judas. Allá arriba el Señor siempre intercede por nosotros. Murió para purificarnos, y vive para conservarnos puros. No dice que no seremos tentados, sino: “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga. No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:12-13).

A veces oímos: Si voy a tal lugar, ¿no seré protegido? Sé que no debo ir, pero si voy, ¿no me guardará Dios? Si usted ignora las advertencias de su conciencia y de la Palabra de Dios, seguramente que caerá. ¿No me guardará el Señor? No, en absoluto. ¿Piensa usted que Dios guardaría a alguien que está en un camino de desobediencia? Si Pedro había prestado oído a la palabra que el Señor le dijo, hubiese evitado su terrible caída.

Ahora escuchemos la respuesta de Pedro. ¡Hubiésemos querido encontrar a un Pedro tembloroso! Pero: “Señor”, dijo, “dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lucas 22:33). ¡Qué respuesta! ¡Este hombre ya había caído! Su caída no fue cuando negó efectivamente al Señor. Es aquí donde ya cayó. Estaba ocupado por su propio afecto. Sin duda amaba al Señor, pero en vez de estar simplemente ocupado en Cristo y de apegarse a Él pensando: Señor, si no me guardas caeré; él confiaba en sí mismo. El Señor le advirtió, y nos advierte por su medio. “Y él le dijo: Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces” (v. 34).

Sigamos al Señor al monte de los Olivos. Entramos en el huerto y allí, el Señor está entregado a la oración. Dijo a los discípulos: “Orad que no entréis en tentación” (v. 40) y más todavía: “Sentaos aquí, entre tanto que voy allí y oro” (Mateo 26:36). Cuando volvió, los encontró durmiendo (v. 45). Cuando debían haber estado orando, dormían. ¿Oro yo mucho? ¿Oran ustedes mucho? La oración es el secreto de la victoria para el alma. “Velad y orad” (Marcos 14:38), dice también el Señor. Aquí en vez de orar, durmieron. Esto muestra la debilidad de la carne. ¡Qué corazones son los nuestros! Somos capaces de dormir en presencia de su gloria (véase Lucas 9:32, V.M.), e igualmente somos capaces de dormir en presencia de sus sufrimientos. “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Marcos 14:38), es el comentario lleno de gracia que el Señor hizo.

Entonces vino la hora de la tentación para Pedro, cuando un gentío apareció dirigido por Judas. Los discípulos le dijeron: “Señor, ¿heriremos a espada?” y sin esperar la respuesta, “uno de ellos hirió a un siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha” (Lucas 22:49-50). Ese “uno de ellos” era Pedro, y este acto atrajo la atención sobre él. Cuando entró en la casa del sumo sacerdote, el pariente del hombre herido reconoció al hombre que había sacado la espada (Juan 18:10, 26). Es probable que Pedro se sintiera muy devoto y creyó hacer algo bueno. ¡Ah queridos hermanos, lo que necesitamos es recibir la palabra del Señor! Noten la respuesta de Jesús a la actuación de Pedro: “Basta ya; dejad. Y tocando su oreja, le sanó” (Lucas 22:51).

Luego prendieron a Jesús y lo ataron (Juan 18:12). ¿Hemos notado cuál fue la última acción del Señor antes de ser atado? Curó la oreja. ¡Precioso Salvador! El último movimiento de su mano libre fue curar la oreja ensangrentada que su pobre discípulo había cortado. “Y prendiéndole, le llevaron, y le condujeron a casa del sumo sacerdote. Y Pedro le seguía de lejos” (Lucas 22:54). ¡Pobre Pedro! Cuando tendría que haber desconfiado de sí mismo, confió en sí mismo; cuando tendría que haber orado, dormía; cuando tendría que haber permanecido tranquilo, usó una espada; cuando tendría que haber estado separado, estaba sentado cerca del fuego con gente del mundo; cuando tendría que haber estado cerca de Cristo, lo seguía de lejos. Consecuencia lógica: cuando habría tenido que dar testimonio de su Señor, lo negó. En efecto, ¡pobre Pedro! Pero ¡cuánto nos parecemos a él!

¿Dónde estaba Juan durante ese tiempo? Otro pasaje dice que entró con Jesús. Primero “todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Mateo 26:56). Al Señor lo dejaron solo. Luego, Juan encontró el coraje necesario y volvió. Pedro siguió de lejos. ¿Seguimos al Señor de lejos? Si tal es el caso, no seremos protegidos. ¿Y qué de Juan? Nadie lo interpeló. No, estaba muy cerca de Cristo. Aquel que sigue de lejos solo, tropezará.

“Y habiendo ellos encendido fuego en medio del patio, se sentaron alrededor; y Pedro se sentó también entre ellos” (Lucas 22:55). Luego, negó a su Señor tres veces, tal como el Señor se lo había predicho. Y cuando lo hubo hecho las tres veces, “entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro; y Pedro se acordó de la palabra del Señor, que le había dicho: antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente” (v. 61-62). ¿Cómo el Señor vuelve a traer nuestros corazones a Él? A veces con una mirada. Se dio vuelta, miró a Pedro. ¿Qué clase de mirada era esa? ¿Una mirada de enojo o de reproche? ¡No! creo que era una mirada del amor decepcionado, de un corazón roto. Era como decir: Dices que no me conoces, Pedro, pero yo te conozco y te amo. Nada cambió mi amor para contigo. Esta mirada quebró el corazón del pobre Pedro, y “saliendo fuera, lloró amargamente”.

Sin duda que el momento más terrible en la vida de Pedro fue aquel en el que vio a su Señor crucificado. ¿Qué es lo que entonces podía sostener el corazón de este hombre? ¡La oración y la mirada de Cristo! Si no hubiese oído estas palabras: “Yo he rogado por ti”, y visto esta mirada, tal vez hubiese seguido el camino de Judas. El remordimiento nos pone en manos de Satanás, pero el arrepentimiento conduce a estar realmente quebrantado delante de Dios. No habrá jamás restauración sin arrepentimiento. Pedro tenía el sentimiento del amor que el Señor tenía por él. Sabía que el Señor lo amaba. Judas no lo supo jamás. Si hubiese conocido el amor de Cristo, no se hubiese ahorcado.

Alguien podría decir: «Esto se parece mucho a mi vida y a mi historia. Hace algunos años, yo era un cristiano feliz, enérgico, pero por cierta razón me alejé del Señor, me he deslizado al mundo, perdí mi gozo y mi paz, y estoy agobiado porque mi camino fue una deshonra a Cristo». Querido amigo, ve a llorar en secreto y llegará el momento en que sus lágrimas se secarán. Si usted tiene el sentimiento de haber sido amado, y de ser siempre amado por Él, todo volverá a su lugar. La palabra que Dios dirigió a Israel: “Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud” (Jeremías 2:2) es también suya. Ellos lo habían olvidado desde mucho tiempo, pero Él jamás los había olvidado. ¿Hay un corazón que se alejó? Querido amigo, no quede así, vuelva al Señor. No pierda ni una hora más. Pedro tuvo que esperar tres días para ser restaurado, mientras que la palabra del Señor y su mirada obraban en su alma. Pedro se acordó de que Jesús había orado por él y que su última mirada expresaba una gracia tal que le quebró el corazón.

Pedro tuvo una restauración privada y otra pública. En Lucas 24:34 se hace mención de su restauración privada y en Juan 21 nos es relatada su restauración pública. La evidencia clara de su restauración aparece en Hechos 2. Primeramente el Señor lo encuentra solo. Los detalles de este encuentro nadie más los sabe. Nada le aportaría a usted saber cómo el Señor se ocupó de mí cuando mi alma se alejó, y no me haría ningún bien a mí saber cómo el Señor se ocupó de usted. La manera en que Él se ocupa de cada uno de nosotros varía según nuestro estado interior y debe quedar en lo secreto. Un velo es puesto sobre la escena. Pero sabemos que Pedro fue realmente devuelto al Señor. ¿Cómo lo sabemos? Juan 21:7 da la respuesta. En esta ocasión, sus hermanos fueron más lentos que Pedro para llegar hasta el Señor. No esperó a que la barca llegase a la orilla; se echó al mar en su prisa por acercarse al Señor. Es como si dijera: Ocúpense de los peces, déjenme ir al Señor. Esta actitud me confirma que este hombre estaba restaurado.

Pero el Señor también lo restaura públicamente. Creo que no encontrarán nunca un creyente que verdaderamente hiciera bien a otro si no fuera primero vaciado de su propia confianza y quebrantado delante del Señor, en consecuencia verdaderamente en regla con el Señor. En esta condición el Señor podrá servirse de él. Vemos a un Pedro restaurado, gozando de la comunión y en compañía de los apóstoles en Juan 21, luego lo vemos en Hechos 2 que predica la Palabra y es empleado poderosamente por el Señor. Me imagino que, cuando el diablo vio a Pedro predicar como está relatado en el capítulo 2 de los Hechos, le habría gustado haberlo dejado en paz en el patio del sumo sacerdote. ¿Por qué? Porque el hecho de haber sido quebrantado lo había formado como siervo, y en la primera mitad de los Hechos oímos hablar mucho más de Pedro que de los demás discípulos. Había sido levantado y restaurado. En verdad ¡no hay nada como la gracia! La gracia nos salvó cuando éramos pecadores, y la gracia nos protegió y nos protege como creyentes. Y cuando lleguemos a la gloria, ¿qué veremos? ¿Qué diremos? ¡Que todo fue gracia!

Como consecuencia, cuanto más profundo es el sentimiento de la gracia del Señor en nuestras almas, más se regocijarán nuestros corazones en Él.