En estos tiempos en los cuales la sabiduría humana y la filosofía buscan infiltrarse en la verdad que nos ha sido revelada por la Palabra de Dios, y muchos se sienten atraídos por esto, cada creyente debería dedicar tiempo para meditar en las declaraciones simples y vitales de la fe cristiana. Si hemos crecido en un medio donde esas comunicaciones divinas son conocidas, existe el peligro de considerarlas adquiridas, sin haberse apropiado de ellas con el corazón, ni haber comprendido la importancia de sus detalles. Esto es particularmente vital en relación con lo que Dios nos reveló en la persona y la obra de su amado Hijo. Hay un poder maravilloso en la justa apreciación de todas las cosas, un poder que solamente un hijo de Dios puede conocer.
Meditemos una y otra vez en el milagro del Dios vivo hecho “carne”, en la humilde persona del Señor Jesús (1 Timoteo 3:16). El Dios del universo, el Dios de lo infinito, eterno, omnisciente, todopoderoso y omnipresente, se hizo hombre en su gracia maravillosa (Filipenses 2:5-7). Jesús fue el hombre perfectamente dependiente y fiel. Todos sus actos, todas sus palabras y todos sus pensamientos eran admirables por su sencillez. La gracia y la verdad estaban plenamente unidas en cada detalle de su vida y en su manera de obrar hacia todos los que lo rodeaban.
Pensemos también en el milagro incomprensible de que el Señor de gloria se ofreció a sí mismo en sacrificio. “Como cordero fue llevado al matadero” (Isaías 53:7). En su sacrificio único en el Calvario, todo es digno de nuestra mayor atención y cuidadosa meditación. Con qué humilde dignidad se entregó al odio feroz de los hombres, y lo que es aún más inconcebible, soportó el juicio de Dios que se derramó sobre él a causa del pecado (como principio del mal, 2 Corintios 5:21), y de nuestros pecados cometidos (como frutos de ese principio de mal, 1 Pedro 3:18). Ese sacrificio purificó completamente al creyente de su culpabilidad (1 Juan 1:7), librándolo de la cruel esclavitud del pecado (Romanos 6:22). Esta liberación no es comprendida por muchos cristianos, a pesar de que tengan pleno derecho a ella, y tampoco ninguno de nosotros comprende toda la amplitud de su significado.
Otro tema que merece nuestra atenta meditación es el hecho de que todos los creyentes han sido hechos “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Cristo es el Amado de Dios, quien resucitó y fue elevado a la diestra de Dios. “En Cristo”, cada creyente es plenamente acepto y amado, como Cristo lo es ante Dios. Tomemos el tiempo necesario para pensar abundantemente en su exaltación y nuestra aceptación en Él ante Dios. Por un lado, rechacemos enérgicamente los conceptos actuales de autoestima, valor personal y amor por sí mismo. Esto es solamente confianza en la carne. En la carne el hombre no tiene valor. “Y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8). Pero “en Cristo”, cada creyente tiene un inmenso valor para Dios, pues allí está en una posición de perfección absoluta.
En relación con esto, está el hecho maravilloso, característico de la época actual de la gracia: que el Espíritu de Dios vino a morar en cada hijo de Dios (1 Corintios 3:16; 6:19). Él es quien da al creyente la inteligencia espiritual y el poder necesarios para llevar una vida cristiana para la gloria de Dios y un testimonio fiel ante el mundo (1 Corintios 2:12; Hechos 1:8). Vale la pena detenerse larga y cuidadosamente en este hecho y en todo lo que implica.
También es bueno recordar que Cristo es nuestro sumo sacerdote a la diestra de Dios. Él cuida de nosotros con una gracia perfecta, guardándonos del peligro, del mal y del malo (Hebreos 4:14-16). Él es también nuestro abogado ante el Padre, quien en su gracia nos restaura cuando hemos pecado (1 Juan 2:1). Necesitamos mucho su actividad como intercesor, aunque lo olvidamos fácilmente.
Podemos gozarnos también en gran manera al pensar que no solo somos bendecidos de manera individual, sino también colectivamente. Cristo “es la cabeza del cuerpo que es la iglesia” (Colosenses 1:18). Él se interesa por cada miembro de su cuerpo, y nosotros deberíamos hacer lo mismo. Él reunió a los creyentes en una unidad que jamás puede ser destruida, y espera que obremos en función de esta verdad inquebrantable, teniendo un amor real por su Iglesia, comprendiendo el significado de todo lo que implica Su posición como cabeza del cuerpo.
Mencionemos también la esperanza de la venida del Señor Jesús, según su promesa (Juan 14:3). Esto debería ser tan real para nosotros como todos los acontecimientos que ya tuvieron lugar, pues es tan seguro como cada uno de ellos. Su significado y las circunstancias que acompañan su venida son dignas de ocupar nuestros corazones y pensamientos. Si la venida del Señor, que puede suceder de un momento a otro, no es un motivo de gozo para nosotros, deberíamos sondear nuestros corazones ante él para descubrir, y poner de lado, lo que impide ese gozo.
En todos estos sencillos hechos de la verdad viva (y en muchos otros que no se mencionaron aquí), hay un poder que estimula al creyente a seguir y servir al Señor Jesús con todo su corazón. Para que esto se produzca en nosotros, debemos alimentarnos abundantemente de la pura verdad de Dios. Pablo escribió al joven Timoteo: “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo 4:15).
Nos queda poco tiempo para servir al Señor y ser sus testigos. Y para ser realmente sus testigos, es necesario conocer bien los hechos de los cuales damos testimonio.