Hace algunos años, un predicador se hallaba en la ciudad de C. para anunciar el Evangelio. Cierta señora que vivía en una localidad vecina le mandó decir que la visitase. Tan pronto como le fue posible, accedió a su deseo. A su llegada, lo recibió como a un amigo. Después de haberle ofrecido un asiento, se le acercó para contarle lo siguiente:
«Usted no me conoce a la verdad, pero yo tengo el placer de conocerlo por haber oído hablar de usted en casa de su hermana, donde estuve sirviendo durante varios años como criada.
Sin duda recordará haber enviado a mis señores tratados de evangelización, los que iban invariablemente al canasto. Como me incumbía la tarea de vaciar cada mañana el canasto, encontraba siempre esos folletos de que se hacía tan poco caso; pero para mí tenían sumo valor. Los miraba, leía y releía, y fueron, por la gracia de Dios, el medio de mi conversión.
Enterándome de que usted estaba cerca de aquí, y no pudiendo ir a las reuniones en C., me tomé la libertad de invitarlo para comunicarle una cosa que no podrá menos que alegrarlo».
Este simple testimonio, cuenta ese evangelista, me alentó a seguir enviando tratados de evangelización a diestra y siniestra. Si, para mi hermana y los suyos, éste fue un trabajo perdido, en cambio Dios había bendecido ese pequeño servicio para otro. Él dice: “Mi palabra... no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11). “Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás... Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál es lo mejor, si esto o aquello, o si lo uno y lo otro es igualmente bueno” (Eclesiastés 11:1 y 6).