Tener comunión con alguien es tener algo en común con él. El apóstol Juan escribe en su primera epístola: “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). Tenemos, pues, una parte común con Dios, nuestro Padre, quien nos reveló al Hijo de su amor, y con el Señor Jesús, quien nos dio a conocer a Dios, su Padre.
Más aun, tener comunión con Dios es tener un mismo pensamiento, un mismo sentimiento, un mismo deseo que Él. El cristiano posee, pues, un gozo común con Dios el Padre referente a su Hijo y con el Señor Jesús respecto a Dios, su Padre. Este gozo es producido y mantenido mediante la acción del Espíritu Santo; de ahí la expresión: “la comunión del Espíritu Santo” (2 Corintios 13:14).
Se nos menciona también la comunión que los hijos de Dios tienen entre sí, como miembros del cuerpo de Cristo. Es lo que expresamos al celebrar la Cena, mientras nuestra atención se centra en la parte que tenemos en la efusión de la sangre de Cristo y en la ofrenda de su cuerpo, hecha una sola vez para siempre. “Nosotros, con ser muchos — dice el apóstol— somos un cuerpo”, el cuerpo espiritual de Cristo (1 Corintios 10:17).
La comunión con el Señor y la comunión de los unos con los otros pueden ser interrumpidas por cualquier motivo que no agrade al Señor. Solamente permaneciendo en su amor y andando en la luz, como Él mismo está en la luz, tendremos comunión los unos con los otros (Juan 15:9; 1 Juan 1:7).
Dios sabe cuán frágil es nuestra comunión. Él toma en consideración nuestra inestabilidad. “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor” (1 Corintios 1:9). Su fidelidad es nuestro recurso soberano.