Un minero asistía a una reunión de evangelización. Estaba muy atento y, sin embargo, parecía no comprender. Por eso, cuando todo el mundo salió, se dirigió al evangelista y le pidió que tuvieran un momento de conversación particular. Pasaron varias horas; el minero, sinceramente preocupado, no quería abandonar el tema de la salvación antes de que éste le resultara completamente claro. El predicador, cansado por el trabajo del día, le propuso que volviera al día siguiente a la misma hora para reanudar la conversación que tanto le interesaba.
— No, señor —respondió el minero—; no quiero esperar a mañana, quiero estar seguro, esta misma noche, de que mis pecados pueden ser perdonados ya. Y se quedó hasta las tres de la madrugada, cuando hubo comprendido finalmente el maravilloso plan de la redención. Algunas horas más tarde bajaba a la mina para cumplir su trabajo cotidiano, feliz con la paz que acababa de encontrar.
Durante el día se produjo una explosión en la mina. No hubo más que una sola víctima: aquel que, algunas horas antes, había creído en Jesús como su Salvador. Fue retirado de entre los restos del derrumbe, mutilado y medio muerto. No obstante, poco antes de expirar tuvo fuerzas para pronunciar claramente: «¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios que no esperé a esta noche! ¡Hubiese sido demasiado tarde!».
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Hebreos 3:7-8, 15; 4:7).