“Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada,
para que por ella crezcáis para salvación.”
(1 Pedro 2:2-3)
Lo que está estrechamente relacionado con la oración como consecuencia de la salvación que Dios da, es el amor a la Palabra de Dios y el deseo de nutrirse de ella. No podemos separar la oración de la meditación de la Palabra. La oración sin la meditación de la Palabra puede conducirnos al fanatismo; leer la Palabra sin oración alimentará la inteligencia y la razón, y dejará el corazón frío.
Instintivamente, un recién nacido deseará alimentarse de leche: es una señal de buena salud y un síntoma normal de su vitalidad. Es lo mismo en el sentido espiritual. Para la nueva naturaleza de un recién nacido en Cristo, solo hay un alimento que conviene: es Cristo en las Escrituras. Él es la “leche espiritual no adulterada” que todo recién nacido en la familia de Dios desea sinceramente; esto es una cosa evidente, que acompaña la salvación y la vida espiritual. La vida divina en cada hijo de Dios necesita alimento para crecer, desarrollarse y alcanzar la madurez en Cristo.
De la misma manera que mantenemos nuestra vida natural con alimentos terrenales, también debemos alimentar nuestra nueva vida con alimento celestial proveniente de las Escrituras. Nuestra nueva naturaleza está hambrienta de este alimento: ella siente un gran deseo de meditar sobre aquello que la Escritura dice de Cristo. Si alguno es verdaderamente salvo, ello debería manifestarse; ¡es una de las consecuencias de la salvación!
¿Es esta hambre evidente en su vida? ¿Le gusta la Palabra de Dios y la desea cada día como alimento? Si no es así, hay algo que no está bien. Quizás ha perdido ese apetito porque se alimenta de las cosas del mundo en vez de las de Cristo. Usted sabe cuánto puede deteriorarse nuestro apetito por alimentos saludables y sustanciales si nos deleitamos en dulces y comidas rápidas que tienen muy poco valor nutricional. Espiritualmente, también es verdad.