El capítulo 15 del evangelio según Lucas nos describe, en tres parábolas muy conocidas, la actividad de la gracia divina que acoge con gozo al pecador arrepentido, después de haberle buscado y encontrado. Ese capítulo subraya la parte que toman las tres personas de la Trinidad —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— en el cumplimiento de esta obra: la oveja devuelta a la casa, la dracma reencontrada y el hijo pródigo cubierto con el más bello vestido. Esta actividad es ejercida aún. Es incesante. Así como ella lo hizo para salvación de pobres pecadores perdidos, así se despliega seguidamente en favor de los creyentes durante todo el tiempo de sus vidas. Eso es lo que nos enseña el apóstol en Romanos 8.
Si no hay para nosotros ninguna condenación, es porque a su debido momento Dios el Padre, “enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (v. 3). El Padre “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (v. 32). Ahora que nos ha adquirido para sí mismo a semejante precio, somos caros a su corazón y nos da con liberalidad todo lo que él sabe que nos es bueno y útil. “Dios es por nosotros” (v. 31). Somos los objetos de su amor infinito e invariable. Cuando éramos sus enemigos, nos dio a su Hijo; ¿cómo podría hoy rehusarse a responder a las necesidades de sus amados hijos? No solamente su amor se ejerce a nuestro favor, sino que también su poder está a nuestra disposición: desde el momento que Dios es por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién podría arrebatarnos de sus brazos o impedirle que nos colme de los dones de su gracia? ¡“Dios es por nosotros”! Pero también “Dios es el que justifica” (v. 33). ¿Qué pueden los acusadores y las acusaciones cuando es el Juez mismo quien justifica? El acusador de los hermanos (Apocalipsis 12:10) ¿no tendrá la boca cerrada? El sumo sacerdote Josué no interviene ni una sola vez para justificarse; es Dios mismo quien lo hace, reduciendo a silencio al que estaba allí “para acusarle” (Zacarías 3:1-5). Como estamos justificados ante Dios por la fe en Cristo, a causa de Cristo, Dios nos justifica si alguien quiere acusarnos. ¿Qué, pues, tendremos que temer?
“Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios”. Vela sin cesar por aquellos a los que ha rescatado. “Intercede por nosotros” (Romanos 8:34). ¡El Señor cuida de nosotros en medio de nuestras dificultades, luchas y pruebas, llevándonos en su corazón y orando por cada uno de los suyos! Cumple este oficio sacerdotal en el que ha sido establecido, en el que es fiel y en el que se nos exhorta a considerarlo (Hebreos 3:1-2). Vive siempre para interceder por nosotros, y puede salvar perpetuamente —hasta el final— a todos los que se acercan a Dios por medio de él (7:25). Por eso, acerquémonos con confianza al trono de la gracia, porque tenemos un gran Sumo Sacerdote, Jesús, el Hijo de Dios. ¡Tendremos el oportuno socorro! (4:14-16).
El Espíritu Santo es una persona divina en la tierra, enviada por el Padre y el Hijo (Juan 14:26; 15:26; 16:7) para tomar nuestra causa en sus manos. Él es el Consolador, “otro Consolador” (14:16). Podemos decir de él: «Es alguien que sostiene la causa de una persona, que viene en su ayuda y le asiste». En Romanos 8:1-10, el Espíritu Santo nos es presentado como quien nos comunica una vida nueva, la vida de Dios; en los versículos 11-27, como quien mora en nosotros. Al morar en nosotros, él es la garantía de que nuestros cuerpos mortales serán vivificados (v. 11); la fuerza para subyugar la carne (v. 13 y Gálatas 5:16 y siguientes); la dirección en nuestro andar, a fin de que manifestemos aquí abajo el carácter de hijos de Dios (v. 14); el testimonio de nuestra adopción (v. 15-16); las primicias de lo que esperamos: la salvación del cuerpo (v. 23); el sostén de nuestra debilidad, Aquel que intercede por nosotros en la tierra, mientras Cristo intercede por nosotros en el cielo (v. 26-27).
¡Divina y preciosa actividad la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, un solo Dios en tres personas! Nosotros somos aquellos en favor de los cuales se ejerce esta actividad de manera incesante! Meditémoslo con oración.
A través de nuestras circunstancias tan difíciles —incluso angustiosas para muchos— en medio de este mundo desconcertado, en el gran desasosiego de los hombres y las cosas, ¿no hay con qué llenar nuestros corazones de paz y confianza? En presencia de todo lo que nos rodea, a menudo nos sentimos tentados de exclamar: “¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?”. Repitámonos uno a otro, para sentir coraje y gozo: “No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (2 Reyes 6:14-16).