Cinco palabras

1 Corintios 14:19

Es siempre maravilloso observar la manera en que las palabras de la Escritura cautivan el corazón. Ellas son ciertamente “como aguijones; y como clavos hincados” (Eclesiastés 12:11). A veces, una breve oración o una simple expresión, prenden el corazón, penetran la conciencia u ocupan la mente de tal forma que demuestran, fuera de toda duda, la divinidad de la Palabra de Dios en que se encuentran. ¡Qué fuerza de argumento, qué plenitud de significado, qué poder de aplicación, qué desarrollo de los orígenes de la naturaleza, qué descubrimiento del corazón, qué agudeza y penetración, qué energía acumulada encontramos de arriba abajo en las páginas sagradas! Uno se deleita cada vez que se detiene a considerar estas cosas; pero más particularmente en un tiempo como el presente, cuando el enemigo de Dios y del hombre está procurando, por todos los medios posibles, mancillar el honor del inspirado Libro.

Todos estos pensamientos fueron no pocas veces sugeridos a la mente por medio de la expresión que constituye el título del presente artículo. Dice el humilde y piadoso apóstol: “Prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida” (1 Corintios 14:19). ¡Qué importante es que todos los que hablan recuerden esto! Sabemos, naturalmente, que las lenguas desconocidas tuvieron su valor. Ellas fueron “por señal, no a los creyentes, sino a los incrédulos” (v. 22). Pero, en la iglesia, ellas no servían de nada a menos que hubiese un intérprete.

El gran fin del hablar en la iglesia es la edificación, y este fin sólo puede ser logrado, como sabemos, si las personas entienden lo que se dice. Es absolutamente imposible que un hermano pueda edificarme si no puedo entender lo que dice. Tendrá que hablar en un lenguaje inteligible y en una voz audible, pues, de lo contrario, no podré recibir ninguna edificación. Esto, seguramente, es claro y muy digno de la seria atención de todos cuantos hablan en público.

Pero, además, bien haríamos en tener en cuenta que la única autorización para hablar en la iglesia es que el Señor mismo nos haya dado algo que decir. Si sólo fuesen “cinco palabras”, profiramos las cinco y sentémonos. Nada puede ser más insensato que intentar hablar “diez mil palabras” cuando Dios no nos ha dado más que “cinco”. ¡Es lamentable que esto ocurra con tanta frecuencia! ¡Qué gracia sería si tan sólo nos mantuviésemos dentro de nuestra medida! (véase 2 Corintios 10:13). Esa medida puede ser pequeña. Eso no importa; seamos simples, fervientes y genuinos. Un corazón fervoroso es mejor que una cabeza lúcida; y un espíritu vehemente es mejor que una lengua elocuente. Si hay un deseo sincero y genuino de promover el bien de las almas, se podrá comprobar un efecto mayor en los hombres y será más aceptable a Dios que los más brillantes dones sin él. No hay duda de que deberíamos anhelar fervientemente “los dones mejores”; pero también debemos recordar el camino “más excelente” (1 Corintios 12:31), esto es, el del amor, el cual siempre se oculta a sí mismo y procura solamente el beneficio de los demás. No estamos diciendo que valoramos menos a los dones, sino que valoramos más al amor.

Por último, recordar la siguiente regla sencilla ayudará muchísimo en la enseñanza y la predicación públicas: «No busque usted algo de que hablar por tener que hablar; sino hable por cuanto tiene algo que debe decirse». Esto es muy simple. Es algo miserable el hecho de que alguien esté meramente reuniendo el material suficiente para llenar un determinado espacio de tiempo. Esto no debería ocurrir nunca. Que el maestro o el predicador atiendan con diligencia su ministerio; que cultiven su don; que busquen en Dios la guía, el poder y la bendición; que vivan en el espíritu de la oración y respiren la atmósfera de la Escritura. Entonces estarán siempre dispuestos para ser usados por el Maestro, y sus palabras —ya sean “cinco” o “diez mil”— seguramente glorificarán a Cristo y harán bien a los hombres. Pero, insisto, bajo ningún concepto un hombre debería levantarse para dirigirse a sus semejantes sin la convicción de que Dios le ha dado algo que decir y sin el deseo de decirlo para la edificación (véase 1 Corintios 14:3).