“Salgamos, pues, a él, fuera del campamento,
llevando su vituperio.”
(Hebreos 13:13)
Dos grandes virtudes son la fe y la esperanza. La fe se vuelve hacia las cosas invisibles; las hace ciertas y nos permite gozar de ellas aunque no las veamos. La esperanza se dirige hacia las cosas venideras; se apega a lo que Dios hará, a lo que nos habrá de dar. Nos hace disfrutar por adelantado las cosas que Dios se ha propuesto hacer y que habrá de realizar.
Efesios 5:25-27: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”.
Este pasaje nos habla de la obra de Cristo en favor de la Iglesia, que es el conjunto de todos los verdaderos creyentes, de todos los que tienen la vida de Dios durante la actual época que va desde Pentecostés hasta el retorno del Señor Jesús. Dios nos presenta a nosotros los creyentes, no sólo como individuos —en una relación personal con él—, sino también como un conjunto, un todo, una unidad que es la Iglesia o Asamblea.
Si Dios nos ha comunicado sus ricos y gloriosos pensamientos con respecto a nuestra posición individual delante de él, también nos ha comunicado cosas maravillosas en cuanto a nuestra posición colectiva ante él: lo que somos en conjunto como Iglesia, para Cristo y para Dios.
“Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25); esto se refiere al pasado, a lo que él ha hecho. Pero en seguida vemos el presente: “para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra”. Cristo separa a su Iglesia del mal y del mundo, a fin de que sea para él. Y también tenemos el porvenir: “a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante”. Si contemplamos a la Iglesia en el presente, la vemos plagada de manchas y arrugas. El pueblo de Dios se encuentra dividido. Los que tienen verdaderamente la vida divina y los que no tienen más que la apariencia cristiana, sin la realidad de la fe, se hallan mezclados. La Iglesia se halla en un estado de confusión tal que puede decirse: “Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Timoteo 2:19). Solamente él los conoce. Pero vendrá el día —objeto de nuestra esperanza— en que el Señor reunirá a todos los suyos en el cielo (1 Tesalonicenses 4:16-17). Entonces el Señor verá acabado su trabajo y los resultados serán completos. Se presentará a sí mismo a la Iglesia como su Esposa, “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante”. Será “santa y sin mancha”. De esta manera vemos a la Iglesia en Apocalipsis 19. En la escena de las bodas del Cordero leemos: “Su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos” (v. 7-8). Y cuando el Señor aparezca en gloria, ella le acompañará. La Iglesia estará revestida de su belleza y gloria (v. 14).
¡Tal es nuestra esperanza! ¡Tal la certidumbre que forma y nutre su Palabra en nuestros corazones, al dirigir nuestros ojos hacia el porvenir!
Pero para el presente, ¿cuál es la parte de la fe? Nuestra esperanza se aferra a lo que el Señor habrá de hacer, a lo que pronto va a manifestar, en tanto que nuestra fe se apega a las cosas invisibles. Ella nos conduce a verlas tal como Dios las ve. ¡Maravilloso secreto!
¿Cómo ve Dios todo esto? Para él, el tiempo no cuenta. Ve las cosas ahora tal como serán en la eternidad. En verdad se puede decir: «¡Preciosa es la unidad de su Iglesia!». Pero, ¿cómo expresarse así cuando los creyentes están dispersos en toda clase de congregaciones y la Iglesia presenta un espectáculo de división y confusión sin ninguna unidad?: Por la fe que permite ver las cosas tal como Dios las ve.
Algunos pasajes del Antiguo Testamento nos muestran cómo la fe obra cuando es enseñada por Dios y cuando es viva. El pueblo de Israel —que era su pueblo de antaño, al que había amado y rescatado de la esclavitud de Egipto; al que instruyó con sus revelaciones, introduciéndolo en un país excelente, y en medio del cual quería habitar— es una imagen del pueblo de Dios actual, o sea, una imagen de la Iglesia. El pueblo de Israel era uno, pero compuesto de doce tribus. Había sido puesto bajo la autoridad de un rey según el corazón de Dios; pero, a causa de la infidelidad de sus descendientes, el reino se dividió y cayó en la ruina más completa.
1 Reyes 18:30-32: “Entonces dijo Elías a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo se le acercó; y él arregló el altar de Jehová que estaba arruinado. Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre, edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová”.
En la época en que se sitúa este pasaje, el pueblo está dividido. Hay dos tribus de un lado y diez del otro, dos reinos distintos, dispuestos a hacerse la guerra. Pero he aquí un hombre de fe, el profeta Elías, quien reúne a Israel en la montaña del Carmelo con el propósito de hacer volver el corazón de su pueblo a Dios. Elías toma “doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob” y levanta un altar a Jehová. Dios va a manifestar allí su presencia: el fuego del cielo caerá y consumirá el holocausto. Estas doce piedras amontonadas para constituir un solo altar, simbolizan la unidad del pueblo de Dios. Y, a pesar de la división del reino, Elías construye un altar de doce piedras, porque para su fe, la unidad del pueblo de Dios subsiste.
2 Crónicas 29:24: “Y los sacerdotes los mataron (los siete machos cabríos), e hicieron ofrenda de expiación con la sangre de ellos sobre el altar, para reconciliar a todo Israel; porque por todo Israel mandó el rey hacer el holocausto y la expiación”.
Han pasado dos siglos y la ruina se ha acentuado. Sin embargo, Dios produce un despertar por medio de Ezequías, rey de Judá. Él purifica el templo de Dios en Jerusalén y restablece el culto según las ordenanzas divinas. En tal ocasión ofrece un holocausto y un sacrificio por el pecado, especificando que es “por todo Israel”. Su fe le hace reunir en su mente a todas las tribus, sin importarle su división y a pesar de ser rey de tan sólo dos tribus. En el capítulo siguiente, se le ve invitando a todo Israel, desde Beerseba hasta Dan, para que venga a celebrar la Pascua en Jerusalén (30:1, 5).
Esdras 6:16-17: “Entonces los hijos de Israel, los sacerdotes, los levitas y los demás que habían venido de la cautividad, hicieron la dedicación de esta casa de Dios con gozo. Y ofrecieron en la dedicación de esta casa de Dios cien becerros, doscientos carneros y cuatrocientos corderos; y doce machos cabríos en expiación por todo Israel, conforme al número de las tribus de Israel”.
Transcurren dos siglos más. Las diez tribus fueron llevadas cautivas a Asiria, de donde jamás volvieron. Las tribus de Judá y de Benjamín fueron deportadas a Babilonia; Jerusalén quedó arrasada. Por la gracia de Dios, una minoría de los cautivos de Judá —unos cincuenta mil hombres— pudieron retornar a Jerusalén. El altar fue restablecido “sobre su base” (3:3) y, en medio de grandes dificultades, el templo fue reconstruido. He aquí que estos pocos rescatados de Judá —que de hecho representan al pueblo ante Dios— ofrecen sacrificios, “doce machos cabríos en expiación por todo Israel, conforme al número de las tribus de Israel”. Tenemos aquí una importantísima enseñanza para el tiempo actual. Pese al pequeño número y al estado de ruina de la Iglesia, nuestra fe puede apropiarse de las cosas tal como son a los ojos de Dios. Para Él, la unidad de su pueblo subsiste, ya sea que se trate del Israel de otrora o de la Iglesia de hoy.
Imágenes de la Iglesia
El Nuevo Testamento nos presenta a la Iglesia por medio de variadas imágenes que representan muy notoriamente la unidad.
Una de ellas es el Cuerpo de Cristo. Cada creyente es miembro del Cuerpo de Cristo y Él no tiene más que un solo Cuerpo. Aquellos que lo componen están dispersos; muchos ignoran que son parte del mismo, aunque Dios los conoce. Cristo es la Cabeza y, como en el cuerpo humano, la cabeza es la que dirige todo el organismo a fin de que funcione armoniosamente.
Otra imagen es la Casa de Dios, en donde Él habita. Así como hay un solo Cuerpo, no puede haber más que una sola Casa. Esta última está compuesta de piedras vivas —cada creyente es una piedra—, edificadas sobre la piedra fundamental que es Cristo (1 Pedro 2:5-6; 1 Corintios 3:11). En esta Casa se adora a Dios, y es necesario que sepamos cómo debemos conducirnos en ella (1 Timoteo 3:15).
La Iglesia nos es presentada también como la Esposa de Cristo. Todos los creyentes juntos, en una maravillosa unidad, constituyen la Esposa que Cristo amó, por la que se entregó, a la que ahora purifica y que muy pronto se presentará a sí mismo, para gozo de su corazón.
Comportamiento actual
¿De qué manera influyen todas estas cosas en nuestro comportamiento actual? ¿Bastará con tomar como una verdad abstracta el hecho de que los creyentes sean uno ante Dios y con pensar que Él reservará para más tarde la manifestación de esta unidad? ¿Podemos agruparnos hoy, no importa dónde, cómo, ni con quién, con el pretexto de que la división de la Iglesia es irremediable y de que la manifestación visible de su unidad está definitivamente perdida en la actualidad? Dios no nos deja en la incertidumbre a este respecto. Ha provisto lo necesario en su Palabra, donde nos traza el camino a seguir en medio de la ruina. Esta Palabra nos muestra cómo podemos tener un testimonio y una conducta en armonía con las verdades fundamentales que acabamos de exponer.
¿Cómo manifestar ahora esta unidad que más tarde será realizada en su perfección? Elías supo manifestar la unidad de Israel construyendo un altar de doce piedras (1 Reyes 18:31). El remanente procedente de la cautividad también supo hacerlo, ofreciendo sacrificios “conforme al número de las tribus de Israel” (Esdras 6:17). Y los profetas, tales como Ezequiel, fortalecieron la esperanza de los hombres de fe, ocupándoles en lo que Dios se proponía hacer al fin (véase Ezequiel 37:15-22). El palo de Judá (dos tribus) y el palo de Efraín (diez tribus) debían ser juntados en la mano del profeta y ante los ojos del pueblo, para ser “un solo palo”, representando una sola nación, porque dijo Jehová: “Nunca más serán divididos”.
La unidad del Cuerpo de Cristo se manifiesta hoy en el partimiento del pan, en la Mesa del Señor. Porque “nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:17). El pan partido es el símbolo del cuerpo herido del Señor, quien sufrió para rescatarnos. Por eso nuestra participación en este pan expresa que, merced a su maravillosa gracia, estamos unidos a Él por la eternidad y que somos miembros de su Cuerpo. Pero reparemos en el hecho de que el mismo pasaje asocia el pan a la Mesa del Señor (v. 21), es decir, a la Mesa que Él puede reconocer como suya, en contraste con las innumerables mesas que no lo son.
Hebreos 13:12-13: “Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”.
Este pasaje consiste en una exhortación a salir hacia Jesús de algo que se llama “el campamento”. Se trata de salir, no para estar solo, ni para encontrar hermanos y hermanas en la fe, sino de salir “hacia Él”.
Antes de considerar lo que significa “el campamento” en las Escrituras, hagamos resaltar las palabras: “llevando su vituperio”. El vituperio, u oprobio, es la vergüenza pública. Cuando los discípulos siguieron a su Maestro de cerca, le siguieron abiertamente, por lo que fueron tratados como él por el mundo. Cristo mismo dijo: “El siervo no es mayor que su señor” (Juan 15:20). No debemos esperar ser tratados mejor que él, quien fue rechazado, odiado, despreciado y cubierto de oprobio. Si nuestra ambición es tener el favor y los honores del mundo, no podremos salir hacia Cristo. Para ello hay que aceptar su oprobio. Moisés, en su tiempo, estimó más “el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:26). ¡Que Dios nos conceda la capacidad de estimar esta vergüenza por Cristo, los malos tratos, los sufrimientos y los desprecios mundanos! ¡Ojalá que estimemos todo esto como un tesoro! Tal actitud no es natural para nuestros corazones, por lo que debemos pedir al Señor que nos conceda la capacidad de captar esta estima y de realizarla por y para Él.
“Salgamos, pues, a él, fuera del campamento”. Esta expresión es una alusión al relato de Éxodo 33:7-12, en la historia del becerro de oro. Mientras Moisés se hallaba en la montaña —adonde había subido para recibir la ley de Dios, como también sus comunicaciones para la construcción del tabernáculo que era la morada de Dios en medio de Israel— el pueblo perdió la paciencia. Se hizo un becerro de oro, al que adoró identificándolo con Jehová, quien los había sacado de Egipto. ¡Qué terrible ultraje! Dios estaba dispuesto a destruir a su pueblo, lo que habría hecho si Moisés no hubiese intercedido por él. Entonces Moisés, discerniendo lo más conveniente para tales circunstancias, levantó una tienda “fuera del campamento” y la llamó “Tabernáculo de Reunión”. Era el lugar donde Dios podía ser hallado y donde manifestaba su presencia por medio de la columna de nube a la entrada de la tienda. Pero ¿por qué erigió Moisés esta tienda fuera del campamento? Porque Dios ya no podía estar más en medio de él. El campamento estaba contaminado; este campo de Israel se regocijaba alrededor del becerro de oro y se prosternaba ante él. No obstante, Dios quería habitar en medio de su pueblo, por lo que había dicho a Moisés todas las instrucciones al respecto. Sin embargo, ello ya no era posible. En consecuencia, Dios no podía ser hallado sino fuera del campamento. Así que todos los que buscaban a Jehová, salieron hacia el Tabernáculo de Reunión, que estaba fuera del campamento.
Por la fe, todavía se puede encontrar a Dios y gozar de su presencia, pero fuera del campamento. Hay un lugar reconocido por Dios donde todos los que le busquen pueden encontrarle, lejos de la muchedumbre de los que, llevando el nombre de pueblo de Dios, se han apartado de él.
La epístola a los Hebreos se dirige a los judíos que habían aceptado al Señor Jesús pero que permanecían atados a las ordenanzas y al sistema judaico. En ella se les exhorta a desprenderse de este sistema, sobre el que iba a caer el juicio de Dios. Cristo padeció fuera de la puerta de Jerusalén y la nación judía demostró así que no quería nada de él. Había, pues, nuevamente un campamento judío, culpable del pecado más horrible que jamás haya sido cometido: el rechazo y la crucifixión del Hijo de Dios, quien había venido por gracia. ¿Podía Dios morar en medio de ese pueblo que, sin embargo, reclamaba ser de Él? ¡Claro que no! Cristo padeció fuera de la puerta. Allí, fuera del campamento, los suyos debían acudir para encontrarle. “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”. Tal era el llamado dirigido a aquellos que habían recibido a Jesús como Salvador y que, sin embargo, no habían roto aún con los lazos religiosos que los ataban al judaísmo.
Actualmente existe el campamento cristiano, como en tiempos de Moisés existió el campo de Israel, y en los días de los apóstoles, el campamento judío. La cristiandad lleva en sí este carácter. Como en los otros casos, se trata de un estado de cosas que en sus inicios era según Dios y se beneficiaba de su presencia; pero el mal se introdujo y se expandió. Esta ruina es ampliamente anunciada y descrita en el Nuevo Testamento. La Iglesia se mezcló con el mundo, las falsas doctrinas se multiplicaron, la Palabra de Dios fue dejada de lado en pro de las opiniones humanas y la autoridad divina fue reemplazada por la del hombre. Es necesario que sintamos la gravedad de semejante estado y que llevemos luto por él, pues nosotros somos partícipes del mismo. A los ojos de Dios, esta situación no es mejor que la de Israel cuando adoraba su becerro de oro o cuando rechazó a Cristo. ¡Todavía hoy debemos, pues, salir hacia Cristo, fuera del campamento! Abriguemos en nuestro corazón la promesa hecha en Mateo 18:20: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. “Allí” ¡significa fuera del campamento! No esperemos ir con las multitudes, ni corramos tras las bellas apariencias humanas que se encuentran en el campamento. Seremos bienaventurados si sabemos apreciar, por encima de todo, la presencia de Dios, de la que brotan todas las bendiciones.
¡No es posible estar reunidos alrededor del Señor —los dos o tres congregados en su nombre— y tener la aprobación y los honores de este mundo, ni aun la comprensión de los creyentes que permanecen en el campamento! ¡Que el Señor nos anime a aceptar gozosamente su oprobio, a fin de que salgamos hacia él fuera del campamento! ¡Pero nunca hacia un hermano guía o hacia hermanos o amigos cristianos, sino hacia Cristo!
2 Timoteo 2:19-21: “Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”.
Este pasaje significa: “salir del campamento”. Es imposible ser un “instrumento para honra, santificado, útil al Señor”, estando asociado a vasos de deshonra. Apartarse de la iniquidad —o injusticia— es separarse de todo lo que no es según Dios. Esto concierne en primer lugar a la Mesa del Señor, porque allí es donde se expresa particularmente la comunión. Pero también es válido para toda nuestra vida cristiana. Debemos estar atentos para obrar con rectitud en cada circunstancia a fin de no renegar de la posición de separación tomada en la Mesa del Señor, por ejemplo a propósito del servicio (actividades de edificación o de evangelización). Dios no puede reconocer lo que se establece sobre la base de los pensamientos humanos —ello atentaría contra Su pensamiento y autoridad— por lo que, debemos mantenernos apartados de semejante iniquidad.
¡Quiera Dios sujetar firmemente nuestros corazones a las cosas futuras y fortalecer nuestra esperanza, para que, regocijándonos, podamos asirnos de antemano de lo que después venga! ¡Pero quiera él también comprometer nuestros corazones, por la fe, a lo que ya es realidad en sus pensamientos, enseñarnos a ver las cosas tal como él las ve y a obrar en consecuencia! En fin, ¡quiera darnos este amor por el Señor y conducirnos a salir hacia él, fuera del campamento, llevando su vituperio!