Boca muda, corazón lleno

Un hombre había sido llevado a conocer el amor de Dios y de Jesús, el Salvador de los pecadores. Estaba afligido al ver que todos los suyos permanecían en la incredulidad y sentía profundamente su responsabilidad respecto a ellos. Pedía a Dios con insistencia que le diera ánimo para empezar a leer la Biblia y orar con su familia.

Después de largas luchas interiores, un día llegó a decidir en su corazón que esa misma noche empezaría a ser un testigo de Dios delante de sus familiares y una fuente de bendiciones para su casa. Fortalecido por la oración, su corazón se sintió apacible y alentado.

Pero, al aproximarse la hora de la cena, uno de sus antiguos amigos, incrédulo declarado, llega inesperadamente, pidiendo hospitalidad por la noche. Para nuestro hombre ¡qué turbación y qué angustia! ¿Debe posponer para el día siguiente —que no le pertenece— su propósito de empezar a ser cristiano delante de toda su casa? No, el Señor está presente para darle la fuerza necesaria.

Después de la cena abre la Biblia; con asombro de todos los presentes lee unos versículos del Santo Libro; luego se arrodilla. Tan grande es su emoción que de su garganta crispada sólo salen estas palabras: «¡Señor!... ¡Señor!... ¡Señor!», pronunciadas con esfuerzo entre largos silencios. Luego se levanta, agitado y confuso.

Su amigo no hace ningún comentario y se despide de todos, pues tiene que salir temprano por la mañana.

Tiempo después, este querido creyente, quien no pensaba más que con profunda humillación y turbación en aquella noche, recibió de su huésped de aquel día una carta de agradecimiento. «Salí de tu casa —decía— conmovido por tu oración ¡pues fue una de las más poderosas! Sentí que tu corazón estaba lleno y yo mismo pude discernir fácilmente las peticiones que tú querías hacer subir a Dios. Su gracia me llevó a mí también a abrir el Santo Libro y puedo ahora, como tú, regocijarme en Jesús, nuestro divino Salvador».

Por grande que sea nuestra debilidad, Dios bendice poderosamente lo que se hace para él.

“Tú eres el Dios que hace maravillas” (Salmo 77:14).