Dios se nos ha dado a conocer como “el Dios de toda gracia” (1 Pedro 5:10). La posición en la cual hemos sido colocados es la de haber “gustado... que es bueno el Señor” (2:3, V.M.), es decir, lleno de gracia. A menudo, cuán difícil nos resulta creer que el Señor es bueno. Nuestros corazones naturales piensan que Él es un “hombre severo” (Lucas 19:21). En todos nosotros hay una absoluta incomprensión de la gracia de Dios.
Algunos piensan que la gracia implica que Dios pasa por alto el pecado, pero no es así. La gracia supone que el pecado es una cosa tan abominable que Dios no lo puede tolerar. Si estuviera al alcance del hombre, después de haber hecho mal, rectificar sus actos y corregir su propia naturaleza a fin de poder mantenerse ante Dios sin culpa alguna, no habría ninguna necesidad de la gracia. El mero hecho de que el Señor obre por gracia demuestra que el pecado es algo tan espantoso que, siendo el hombre pecador, su estado es enteramente ruinoso y sin esperanza. Sólo la soberana gracia puede responder a su necesidad.
Debemos aprender lo que Dios es para nosotros, no por medio de nuestros propios pensamientos, sino por la revelación que él nos dio de sí mismo, es decir, “el Dios de toda gracia”. En cuanto comprendo que soy un hombre pecador y que el Señor vino a mí porque conocía plenamente la inmensidad y el horror de mi pecado, comprendo también lo que es la gracia. La fe me hace ver que Dios es mayor que mi pecado y no que mi pecado es mayor que Dios. El Señor que entregó su vida por mí es el mismo Señor con el cual tengo que ver cada día de mi vida. Toda su forma de obrar para conmigo descansa sobre los mismos principios de gracia. El gran secreto para crecer es considerar al Señor como Dios de gracia. Qué precioso y alentador es saber que en todo momento Jesús experimenta por mí y ejerce para conmigo el mismo amor que cuando murió en la cruz por mí.
Ésta es una verdad que deberíamos tener presente en las circunstancias más corrientes de la vida. Supongamos, por ejemplo, que tenga un defecto de carácter que me parezca difícil de corregir; si me dirijo a Jesús como a mi Amigo, él me proporcionará el poder que necesito para hacerlo. La fe debería estar siempre ejercitaba contra las tentaciones. Mis propios esfuerzos nunca serán suficientes. La fuente del verdadero poder es el sentimiento de que el Señor está lleno de gracia. El hombre natural nunca quiere reconocer a Cristo como la única fuente de fuerza y de toda bendición. Si mi comunión con el Señor se ve interrumpida, mi corazón natural siempre dirá: «Debo corregir la causa de este estado antes de que yo pueda allegarme a Cristo». Pero Él está lleno de gracia. Sabiendo esto, lo único que tenemos que hacer es volver a él enseguida, tal como estamos, y luego humillarnos profundamente ante él. Solamente en él hallaremos y de él recibiremos lo que puede restaurar nuestras almas. La humildad en su presencia es la única verdadera humildad. Si en su presencia reconocemos ser exactamente lo que somos, descubriremos que él manifiesta para con nosotros nada más que la gracia.
Es Jesús quien da a nuestras almas descanso perdurable en el andar, y no nuestra opinión personal acerca de nosotros mismos. La fe nunca considera como fundamento del descanso lo que hay en nosotros. Ella recibe, ama y teme la revelación y los pensamientos de Dios en cuanto a Jesús, en el cual está su descanso. Si Jesús es precioso para nuestras almas, si nuestros ojos y nuestros corazones están pendientes de él, la vanidad y el pecado que nos rodean no tendrán ascendiente sobre nosotros. Él será también nuestra fuerza contra el pecado y la corrupción de nuestros propios corazones. Todo cuanto veo en mí mismo fuera de él es pecado, pero lo que me hará humilde no será pensar en mis propios pecados, en mi mala naturaleza, ni estar ocupado con ellos, sino, al contrario, pensar en el Señor Jesús, meditar en la excelencia de su Persona. Es bueno terminar con nosotros mismos y ocuparnos con Jesús. Tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, de nuestros pecados, de todo, salvo de Jesús.
No hay nada tan difícil para nuestros corazones como permanecer en el sentimiento de la gracia, mantenerse prácticamente conscientes de que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Con la gracia, el corazón es afirmado (Hebreos 13:9). Sin embargo, no hay nada más difícil para nosotros que comprender efectivamente la plenitud de la gracia, aquella “gracia de Dios, en la cual estáis”, y andar por el poder que deriva de ella.
Únicamente en la presencia de Dios podemos conocerla, y es nuestro privilegio encontrarnos allí. En cuanto nos alejamos, nuestros propios pensamientos empiezan a actuar; pero ellos nunca pueden alcanzar el nivel de los pensamientos de Dios en gracia para con nosotros.
Si pensamos que tenemos el más mínimo derecho a algo, ello no es la pura y libre “gracia de Dios”. Sólo en comunión con él podemos medir todas las cosas en relación con su gracia. Cuando permanecemos conscientes de la presencia de Dios, es imposible que alguna cosa —aun el estado de la Iglesia— pueda turbarnos, puesto que contamos con Dios. Entonces todo se encuentra para nosotros en una esfera en la que se ejerce su gracia.
La verdadera fuente de nuestra fuerza como cristianos es tener pensamientos muy sencillos acerca de la gracia. El secreto de toda santidad, paz y tranquilidad de espíritu es permanecer conscientes de la gracia en la presencia de Dios. La “gracia de Dios” es tan ilimitada, tan plena y perfecta que, si por un momento nos alejamos de la presencia de Dios, no podemos tener una justa apreciación de ella ni fuerza para captarla. Si procuramos conocerla fuera de su presencia, la cambiamos en disolución. Si consideramos sencillamente lo que es la gracia, vemos que no tiene límites ni términos. Cualquiera que sea nuestra condición (y no podemos ser peores de lo que somos), a pesar de todo, Dios es amor a nuestro respecto. Ni nuestra paz ni nuestro gozo dependen de lo que somos para Dios, sino de lo que él es para nosotros; esto constituye gracia.
La gracia consiste en la preciosa revelación de que, por medio de Jesús, todo el pecado, todo el mal que hay en nosotros ha sido quitado. Un solo pecado es más horrible para Dios que mil pecados a nuestros ojos. Sin embargo, a pesar del pleno conocimiento de lo que somos, todo lo que Dios manifiesta hacia nosotros es amor.
En Romanos 7 nos es descrito el estado de una persona vivificada, pero cuyos razonamientos se centralizan en sí misma. No conoce la gracia, el sencillo hecho de que, sea cual fuere su estado, Dios es amor, y nada más que amor respecto de ella. En vez de mirar a Dios, todo se refiere al “yo”. La fe, en cambio, mira a Dios tal como él se ha revelado en gracia. Nunca toma por objeto lo que está en mi corazón, sino la revelación que Dios hace de sí mismo en gracia.
La gracia se relaciona con lo que Dios es, y no con lo que nosotros somos, excepto en que el alcance de nuestros pecados prueba la inmensidad de la “gracia de Dios”. También debemos recordar que la gracia tiene por objeto y por efecto necesario llevar nuestras almas a la comunión con Dios, santificarnos al enseñarnos a conocer a Dios y a amarle. Por consiguiente, el conocimiento de la gracia es la verdadera fuente de santificación.
El triunfo de la gracia apareció cuando la enemistad del hombre arrojó a Jesús de la tierra. El amor de Dios introdujo la salvación al expiar el pecado de aquellos que habían rechazado a su Hijo. Ante el pleno desarrollo del pecado del hombre, la fe puede contemplar el pleno desarrollo de la gracia de Dios. Si tengo la más mínima duda o vacilación en cuanto al amor de Dios, me he alejado de la gracia. Entonces diría: «Soy desdichado, por cuanto no soy lo que quisiera ser». Pero no es cuestión de esto. La verdadera pregunta es ésta: ¿Es Dios lo que nosotros querríamos que él fuese? ¿Es Jesús todo lo que podemos desear? Si la conciencia de lo que somos, de lo que hallamos en nosotros, tiene otro efecto que no sea acrecentar nuestra adoración por lo que Dios es —aunque incluso nos humillemos— estamos alejados del terreno de la pura gracia. ¿Hay descontento y desconfianza en nuestra mente? Veamos si no se debe a que aún estamos diciendo “yo”, “en mí”, perdiendo de vista la gracia de Dios.
Más vale pensar en lo que es Dios que en lo que somos nosotros. Mirarnos a nosotros mismos es prueba de orgullo, carencia del sentimiento de que no servimos para nada. Mientras no nos demos cuenta de esto no podremos alejar las miradas de nosotros mismos para dirigirlas a Dios. Al mirar a Cristo, es nuestro privilegio olvidarnos de nosotros mismos. La verdadera humildad no consiste tanto en pensar mal de nosotros mismos sino en no pensar en nosotros mismos para nada. Soy demasiado malo para merecer que se piense en mí. Lo que necesito es olvidarme de mí mismo y mirar a Dios, quien es digno de todos mis pensamientos. El resultado de ello será hacernos humildes en cuanto a nosotros mismos.
Amados, si podemos decir como en Romanos 7:18: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (v. 18) ya hemos pensado lo suficiente en nosotros mismos. Pongamos entonces nuestros ojos en Aquel que tuvo a nuestro respecto “pensamientos de paz, y no de mal” (Jeremías 29:11), mucho antes de que nosotros hubiésemos pensado sea lo que fuere de nosotros mismos. Consideremos sus pensamientos de gracia para con nosotros y retengamos estas palabras de fe: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).