Una oveja perdida y hallada
Fui herido y caí en el campo de batalla. Cerca de mí se hallaba un compañero de armas con una herida grave en la pierna. Me dijo: «Voy a morir». Me arrastré hasta él y, mientras trataba yo de restañar la sangre que corría de su herida, le pregunté: «¿Estás preparado para dejar este mundo?». Me contestó: «No, no querría morir, le temo al más allá».
Cuando las balas cesaron de silbar a nuestros oídos, le hablé del que puede librarnos del juicio y de la muerte eterna. Entre el ruido que hacían las granadas al estallar, oí que pedía al Señor que le salvase. Más tarde, cuando dejó el hospital, me dijo que tenía la certeza de su salvación.
Sin duda, el escéptico dirá: «El temor a la muerte indujo a ese hombre a hablar así». ¡Pues bien! No murió entonces, pero se le asignó servicio en una de las ambulancias. Su conducta reveló cómo Dios había hecho de él una nueva creación en Jesucristo (2 Corintios 5:17). Más tarde volvió al frente, donde resultó herido y murió, no sin haber sido para mí una ayuda durante mi servicio militar. Yo sé que lo encontraré en el cielo, “porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:13).
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).