Elías, un profeta de Dios /6

2 Reyes 2:1-15

10. El Jordán

El carro de fuego (2 Reyes 2:1-15)

En esta vida extrañamente agitada, Elías pasa de milagro en milagro, el último de los cuales es el más grande de todos. No hay viaje más notable que su último peregrinaje de Gilgal al Jordán. El profeta, conducido por el Espíritu de Dios, visita lugares que hablan de manera sorprendente de los designios de Dios con respecto a Israel.

Primeramente podemos observar que el profeta es acompañado por Eliseo, quien ha sido ungido en su lugar. Ahora llega el momento en que Elías debe subir al cielo, dejando a Eliseo para que sea el representante en la tierra del hombre que es arrebatado al cielo. Este acontecimiento es el punto de partida del ministerio de Eliseo. Va a ser en la tierra el testigo del poder y de la gracia que con justicia pueden introducir a un hombre en el cielo a pesar del pecado, la muerte y todo el poder del enemigo.

También podemos notar que, si el hombre que está en la tierra debe representar de manera apropiada al hombre que está en el cielo, también debe recorrer el camino que conduce a la orilla del Jordán, pasando por Gilgal, Bet-el y Jericó. Allí su mirada debe ser llena de la gloria de la ascensión.

En estos grandes misterios tenemos una notable imagen de la verdadera posición del cristiano durante su travesía por este mundo. Si somos dejados algún tiempo en la tierra, es para que representemos al Hombre que ha subido al cielo, a Cristo Jesús, el Hombre en la gloria.

¡Qué honor de ser testigos de Cristo, en el mundo en que fue rechazado! Incluso si ocupamos una oscura y humilde posición, el motivo de nuestra presencia aquí abajo es elevado. Es representar a Cristo en la vida de cada día. Eso es lo que ilumina la vida más oscura y lo que sostiene la vida más triste.

Sin embargo, para ser testigos debemos conocer, mediante la experiencia de nuestra alma, algo de las grandes verdades presentadas en este último viaje. También debemos ir de Gilgal al Jordán, retener la visión del Hombre elevado y glorificado, antes de poder presentar en alguna medida sus gracias y sus virtudes en un mundo que lo rechazó.

Gilgal es el punto de partida de esta memorable jornada. En ese lugar, Israel fue separado para Dios por medio de la circuncisión y allí Dios pudo decir al pueblo: “Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto” (Josué 5:9). Allí, la carne fue puesta de lado y el oprobio de Egipto fue quitado (o «hecho rodar»: Gilgal). En el mar Rojo, los hijos de Israel fueron liberados de Egipto, pero el oprobio de Egipto no había sido quitado (o hecho rodar) de encima de ellos hasta la circuncisión a orillas del Jordán.

Sabemos por Colosenses 2:11 que la circuncisión es la figura del acto de “despojarse del cuerpo de la carne” (traducción literal del texto original griego). Hemos sido liberados por medio de la muerte de esta cosa mala que la Palabra de Dios llama “carne”. Esta liberación está en la muerte de Cristo, y la fe acepta que estamos muertos con Cristo. Sobre la base de este gran hecho somos exhortados así: “Haced morir pues vuestros miembros que están sobre la tierra” (Colosenses 3:5, V.M.). A continuación vemos lo que son esos miembros: “fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría”. Es necesario también renunciar a todas estas cosas: “ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” y mentira (v. 8-9).

Es importante recordar que ésos no son miembros del cuerpo, sino miembros de la carne. Los miembros del cuerpo debemos entregarlos a Dios (Romanos 6:13); en cuanto a los miembros de la carne, debemos hacerlos morir. Además, no se nos exhorta a hacer morir la carne, sino los miembros de la carne. Esta última fue muerta en la cruz. La fe acepta esto, pero en nuestro andar cotidiano necesitamos suprimir cualquier manifestación de la carne, esas cosas horribles y malas en las que vivíamos cuando estábamos en el mundo. Según la medida en que estas cosas se ven todavía en nosotros, el oprobio de Egipto está todavía ligado a nosotros. Todas estas cosas no sólo proclaman el hecho de que estuvimos en el mundo, sino que también ponen en evidencia la clase de vida que habíamos llevado en el mundo. Ellas, pues, se convierten en un oprobio para nosotros. Pero si estas manifestaciones de la carne son suprimidas, no se ven más y el oprobio de Egipto es quitado. Entonces nadie puede decir qué clase de persona éramos cuando vivíamos en el mundo. Esta mortificación de nuestros miembros es el Gilgal del cristiano. Josué, después de sus victorias, siempre volvía a Gilgal. De igual modo, el cristiano, después de cada nueva victoria, debe velar y rechazar sin titubeo cualquiera manifestación de la carne. Tal es la primera etapa del viaje, la cual es de mayor importancia. Puesto que debemos representar al Hombre que subió al cielo, lo esencial es que cualquier manifestación de la carne sea juzgada y rechazada.

Bet-el es la siguiente etapa. El profundo significado de ese lugar célebre es proporcionado por la historia de Jacob. En su trayecto de Beerseba a Harán, se encontró en un lugar en el que pasó la noche. Con la tierra por cama y piedras como cabecera, se echó a dormir. A este vagabundo Dios se le apareció en sueños y le hizo tres promesas incondicionales (Génesis 28:10-15).

  1. En cuanto al país. Éste le será dado a Jacob y a su descendencia. A pesar de que Israel tomó posesión del país, en cuanto a su responsabilidad lo perdió. Hasta ahora nunca lo ha poseído conforme a esta promesa hecha sobre el terreno de la gracia soberana.
  2. En cuanto a Israel, la simiente de Jacob. Ésta será multiplicada como el polvo de la tierra; se extenderá al occidente, al oriente, al norte y al sur. Con Israel, todas las familias de la tierra serán benditas.
  3. En cuanto al mismo Jacob. Durante veinte años será un vagabundo expuesto a dificultades y peligros, pero Dios le da la seguridad de que estará con él, lo guardará y lo volverá a traer al país. “No te dejaré —dice Jehová— hasta que haya hecho lo que te he dicho”.

Así Bet-el da prueba de la fidelidad inmutable de Dios hacia su pueblo. Arregló un lugar para los suyos, los prepara para ese lugar, guardándoles y velando sobre cada uno de ellos, de tal manera que ninguno perecerá, cualesquiera sean las dificultades y lo extenso del viaje. Mientras continuamos nuestro peregrinaje en este mundo, sabemos que la Casa hacia la cual nos dirigimos está preparada para nosotros por la invariable fidelidad de Dios. El apóstol Pedro nos recuerda que nos dirigimos hacia “una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos” (1 Pedro 1:4). Israel tiene un país asegurado en la tierra y el cristiano una habitación conservada en los cielos.

Además, somos “guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (v. 5).

Cuando por fin seamos recogidos en esta morada, ni uno de los suyos faltará. El viaje puede ser largo, el camino escabroso, la contradicción fuerte, la lucha terrible —quizá fallemos y caigamos a menudo—, pero las palabras de Dios a Jacob también se aplican a nosotros: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5). Mientras Gilgal habla del constante mal de la carne, cuya actividad debe ser rechazada, Bet-el nos habla de la invariable fidelidad de Dios en la que nuestra alma puede descansar con perfecta confianza.

Pero en los días del profeta, el testimonio de Gilgal y de Bet-el en cuanto a la relación de Dios con Israel no es más que un recuerdo rememorado por la fe. Para la vista, Gilgal y Bet-el han llegado a ser los testigos del pecado del pueblo. Amós, el pastor, acusa al pueblo de haber pecado en Bet-el y de haberse rebelado en Gilgal (Amós 4:4). Bet-el, la sede de uno de los becerros de oro, es un centro de idolatría; y, si bien la transgresión es universal, en Gilgal está multiplicada. Elías mira más allá del horroroso pecado de la nación. Reconoce que el propósito de Dios es tener un pueblo puesto aparte para él, introducido en la bendición únicamente en virtud de Su invariable fidelidad y de Su incondicional gracia.

De la misma manera, en los últimos días de la época cristiana, la cruz —testimonio del juicio de la carne— se ha convertido, entre las manos del hombre, en un objeto de idolatría universal. Cuántas personas la veneran, al mismo tiempo que rechazan todo lo que ella implica y menosprecian al Cristo que sufrió en ella. También Bet-el (palabra que significa «casa de Dios»), habla del lugar de bendición por la manifestación de todo lo que Dios es en su invariable fidelidad. Ha sido transformado en un caserón de maderas y piedras en el cual el orgullo y la gloria del hombre pueden encontrar su retribución. Ya sea en los días de Elías o en los nuestros, nada prueba mejor la total ruina de lo que profesa el nombre de Dios que la corrupción de aquello que es divino.

Más tarde el profeta es enviado a Jericó, la ciudad contra la cual Dios había pronunciado maldición (Josué 6:26). Un hombre, desafiando a Dios, la había reedificado y se había atraído el juicio contra sí mismo (1 Reyes 16:34). Jericó se convierte así en el testigo del juicio de Dios contra aquellos que se oponen a su pueblo y se rebelan contra Él. La fe de Elías sabe que la nación rebelde va al encuentro del juicio. Hoy igualmente, la fe discierne que la cristiandad profesante se encamina rápidamente hacia su juicio.

De Jericó, Elías va al Jordán. Como tipo, el Jordán es el río de la muerte. Israel lo había atravesado en seco para entrar en el país. Ahora también, Elías y Eliseo lo atraviesan en seco. Para ellos, no obstante, se trata de escapar del país que está bajo juicio. Esta travesía del Jordán prueba que todos los vínculos entre Dios e Israel están rotos en cuanto a la responsabilidad de ellos. El juicio pesa sobre el pueblo, pero la fe reconoce que la muerte es el único medio para escapar del juicio.

Gilgal nos dice que la carne debe ser rechazada y que el oprobio de Egipto debe ser quitado para que Israel herede el país.

Bet-el habla del soberano propósito de Dios de bendecir a su pueblo merced a su incondicional gracia.

Jericó atestigua que, en razón de la responsabilidad, la nación está bajo juicio.

El Jordán indica que el único medio para escapar del juicio es la muerte.

En este viaje podemos ver, en tipo, el perfecto camino del Señor Jesús en medio de Israel. El oprobio de Egipto no está en Él. Anda y vive en la luz de la invariable fidelidad de Dios a sus promesas. Advierte a la nación acerca del juicio venidero. Va hasta la muerte que rompe todos los vínculos con Israel según la carne. Así abre una puerta a sus discípulos para que escapen del juicio que va a caer sobre la nación.

En Elías vemos el camino del Señor Jesús a través de este mundo hasta la gloria celestial, pasando por la muerte. En Eliseo vemos una imagen del creyente que se identifica de corazón con Cristo. En espíritu, él toma el camino que conduce fuera del mundo. Habiendo visto a Cristo que sube a la gloria a través de los cielos abiertos, vuelve a un mundo que está bajo juicio para dar testimonio, por gracia, del Hombre elevado en la gloria.

En tiempos de Elías había muchos hijos de profetas en Bet-el y en Jericó, pero un solo hombre hizo el trayecto con el profeta. Tenían bastante conocimiento; incluso podían decir a Eliseo lo que iba a ocurrir, pero no tenían corazón para seguir a Elías. Hoy, cuántos son los que saben mucho sobre Cristo. Están muy instruidos en las Escrituras y, sin embargo, no están dispuestos a aceptar el lugar fuera del campamento en el que está Cristo. Conocen poca cosa del lugar que tienen con Cristo en el cielo.

¿Cuál es el poder que capacita a un cristiano para emprender este viaje? La historia de Eliseo nos descubre el secreto. Primeramente fue atraído hacia Elías: Cierto día de su historia, Elías pasó “delante de él” y le echó encima su manto (1 Reyes 19:19). ¡Qué gran día aquel en que el Señor Jesús se acercó a nosotros y nos puso bajo el poder de su gracia! Pero, como Eliseo, si bien nos sentimos atraídos hacia Cristo, lazos naturales nos retenían todavía. Su gracia que correspondía a nuestras necesidades nos apegaba a Cristo, pero Él no tenía el primer lugar para nosotros. En la historia de Eliseo, sin embargo, los lazos naturales fueron finalmente rotos y “fue tras Elías, y le servía” (v. 21). Una cosa es ser salvado por Cristo —por así decirlo, estar al abrigo de su manto— y otra es salir definitivamente para servirle. Esto no implica necesariamente que renunciemos a nuestra profesión para seguir a Cristo o que volvamos la espalda a nuestro hogar, a nuestra familia. Significa que, si antes ejercíamos nuestra profesión con propósito egoísta, ahora Cristo se ha convertido en nuestro objeto. Un hijo inconverso quizá obedezca a sus padres porque es justo hacerlo o porque el afecto natural le impulsa a ello; en cambio, el hijo convertido obedecerá porque eso agrada al Señor. Y cuando Cristo de esta manera llega a ser el objeto de nuestros corazones, muy naturalmente vamos tras él y le servimos.

Al servir a Cristo, nuestro conocimiento de él crece, conduciéndonos a otra etapa: Nos unimos a él. Esto está ilustrado de manera notable en la historia de Elías: “No te dejaré”. Es el lenguaje de un corazón movido por el afecto. En el servicio es donde se prueba el amor. En Gilgal, Bet-el y Jericó, Eliseo es puesto a prueba por las palabras de Elías: “Quédate ahora aquí”, y tres veces la respuesta es la misma: “No te dejaré” (2 Reyes 2:2, 4, 6). Aunque el viaje de Elías conduzca a Bet-el —la ciudad del becerro de oro—, a Jericó —la ciudad de la maldición— y al Jordán —el río de la muerte—, Eliseo persiste en su amor. Rut igualmente podía decir: “Dondequiera que tú fueres, iré yo” (Rut 1:16). Más tarde, cuando varios discípulos se retiren y no anden más con Jesús, los doce dirán: “Señor ¿a quién iremos?” (Juan 6:68). La gracia de Cristo los atraerá tras Él y el amor los mantendrá unidos a Él.

Además, el afecto del corazón lleva a Eliseo a una plena identificación con Elías. Tres veces en este último viaje, el Espíritu de Dios emplea las palabras “ellos dos” o “ambos”. De Jericó se fueron, pues, “ambos” (2 Reyes 2:6). En el río, “ellos dos se pararon junto al Jordán” (v. 7) y “pasaron ambos por lo seco” (v. 8). El amor se complace en aceptar el hecho de que hemos sido identificados con Cristo en el lugar del juicio y en las aguas de la muerte.

Si hemos sido identificados con Cristo en la muerte, es para que podamos tener con él una feliz comunión en la resurrección. Esto también está prefigurado en este bello relato, pues, luego de haber pasado a un nuevo terreno a través del río de la muerte, leemos: “ellos seguían andando y hablando” (v. 11, V.M.). Hace quizá largos años que hemos sido convertidos, pero ¿andamos todavía con Cristo y hablamos con Cristo mientras continuamos nuestro camino?

Elías indica el camino por el que el creyente es conducido a seguir a Cristo fuera de este mundo destinado al juicio, al lugar de la resurrección y de la gloria: Atraído a Él por gracia, unido a Él por amor, identificado con Él en la muerte y gozando con Él de la comunión en la resurrección.

Llegados a la otra orilla del Jordán, fuera del país, inmediatamente todo cambia. Ahora Elías puede decir: “Pide lo que quieras que haga por ti” (v. 9). La gracia pone todo el poder de un hombre resucitado a disposición de Eliseo. La muerte ha abierto el camino a la soberana gracia. Lamentablemente, qué mal comprendemos el hecho tan importante de que toda la gracia y el poder de Cristo resucitado están a nuestra disposición. ¡Qué ocasión para Eliseo! No tiene más que pedir para obtener. ¿Pide él larga vida, o riqueza, o poder, o sabiduría? ¡Nada de eso! Su fe, superando todo lo que el corazón natural podría desear, enseguida pide una doble porción del espíritu de Elías. Entiende que, si debe permanecer en la tierra en lugar de Elías, tendrá necesidad del espíritu de Elías.

Esta escena transporta nuestros pensamientos a Juan 14. El Señor está a punto de dejar a sus discípulos y subir a la gloria y, si bien no les dice: «Pedid lo que queréis que haga por vosotros», en cambio pide por ellos: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (v. 16). ¡Cuán lentos somos para comprender que una Persona divina subió al cielo y que una Persona divina bajó del cielo para morar en los creyentes! La Persona que bajó es tan grande como la Persona que subió. Ella puede, pues, darnos el poder de representar a Cristo como Hombre exaltado.

Eliseo pide una cosa difícil. No obstante, le sería acordada si, dice Elías, “me vieres cuando fuere quitado de ti”. “Y aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino. Viéndolo Eliseo, clamaba: ¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!” Ve a Elías subir a la gloria, pero en la tierra nunca más  volverá a verle (2 Reyes 2:10-12).

El apóstol Pablo dice: “Y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es (creación; traducción literal del texto original griego); las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:16-17). También encontramos eso aquí: Eliseo, “tomando sus vestidos, los rompió en dos partes” (2 Reyes 2:12). No solamente se separa de las “cosas viejas” sino que, además, las hace inútiles. No se limita a tomar y plegar sus vestidos para volverlos a tomar más tarde, sino que los rompe en dos partes. Ha terminado con ellos para siempre. A partir de entonces se viste con el manto de Elías. Pero es el manto del hombre que ha subido al cielo pasando antes por Jericó y el Jordán. Como figura, Elías ha pasado por el juicio y la muerte. Ahora, Dios puede enviar a Eliseo con un mensaje de gracia a la nación que está bajo el juicio. Para que este testigo tenga poder, hace falta que sea un verdadero representante del hombre que ahora está en el cielo. Eliseo lo es, ya que después de la escena del arrebatamiento, los hijos de los profetas dicen: “El espíritu de Elías reposó sobre Eliseo. Y vinieron a recibirle, y se postraron delante de él” (v. 15).

Igualmente, si hemos visto a Cristo en lo alto y nuestras miradas están llenas de las glorias de la nueva creación, es nuestro privilegio separarnos de las “cosas viejas”. Así podemos, con el poder del “Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Romanos 8:2), representar al Hombre que ha subido al cielo, de forma que incluso el mundo se ve obligado a admitir que hemos estado “con Jesús” (Hechos 4:13).